lunes, 25 de noviembre de 2024

Las Enseñanzas del Todo

 El templo de Vida y Muerte se alzaba imponente y silencioso al borde de un acantilado, vigilante sobre las vastas llanuras de Nalinia. Su arquitectura era simple, austera, de piedra gris y rodeado de árboles antiguos, sus raíces entrelazándose sobre el suelo, formando una red de madera y vegetación que daba un aire de sueño al lugar. Dentro del santuario, las llamas titilaban suavemente en las lámparas de aceite y las antorchas, proyectando sombras que bailaban en las paredes, decoradas con los símbolos de Vida, Muerte, Luz y Oscuridad.

Sohan, un joven atormentado, subió uno a uno los escalones de piedra desgastada, como tantos otros antes de él, que peregrinaron a este sitio sagrado para buscar consejo. Había escuchado historias sobre la sabiduría de los monjes del Todo, sobre cómo encontraban el equilibrio en las fuerzas contrarias que regían toda la existencia. Sin embargo, Sohan nunca había creído en dioses ni en religiones. Pero se encontraba en una encrucijada, necesitaba consejo.

Cuando entró al templo vio a un monje de avanzada edad, Harden era su nombre, arrodillado frente a un pequeño altar, decorado con los mismo símbolos de las paredes. Alrededor del altar había algunas ofrendas, incienso encendido y un par de velas. Harden, con su túnica color ocre y su rostro calmado, alzó la mirada y esbozó una sonrisa cuando se cruzó con la del joven.

—Bienvenido, hijo del Todo —dijo con voz pausada y solemne—. Puedo ver que llevas una carga pesada sobre tus hombros. Cuéntame, ¿qué te trae aquí?

Sohan no sabía por dónde empezar, así que decidió sentarse en el suelo, esperando no ofender a nadie, y su vista se fijó en los símbolos de las paredes. Harden lo observó sin decir una palabra. Tras unos instantes, Sohan habló por fin.

—No entiendo mi lugar en el mundo, no encuentro mi sitio. Todo lo que intento parece estar destinado al fracaso, y cada paso que doy me acerca más y más a la oscuridad. ¿Cómo se supone que tengo que encontrar la paz en un mundo que solo me reporta dolor?

Harden siguió mirándolo, en silencio, asintiendo lentamente y dejándole hablar. Parecía comprender cada palabra y cada sentimiento que las acompañaba. Después, colocó una mano firme sobre el hombro de Sohan., que sintió una especie de calidez.

—La vida y la muerte son dos ríos que conducen hasta el mismo mar —comenzó a decir el monje, mientras sostenía un cuenco con incienso—. Ambos son necesarios, ambos recorren caminos opuestos. Así es nuestra existencia, recorremos caminos dispares, con luz y oscuridad, vida y muerte, dolor y paz, alegría y tristeza... Nuestras deidades representan eso, la oposición de diferentes fuerzas y sentimientos. Vida, Muerte, Luz y Oscuridad, pero en el centro de todas ellas está el equilibrio, el Todo. Una no puede existir sin las demás.

Sohan escuchaba con atención, a pesar de que sus ojos demostraban dudas.

—Pero, ¿cómo puedo encontrar ese equilibrio dentro de mi? —preguntó—. No tengo la paciencia y serenidad que tenéis los monjes, ni la fuerza y la valentía del guerrero. Solo fracasos, solo pérdidas.

Harden miró al joven y volvió a sonreír. Señaló hacia una estatua que representaba a Oscuridad, una figura tallada en la piedra con expresión austera y mirada severa.

—Mira a Oscuridad —dijo el monje—. Ella es la noche que cae al final del día, el vacío que todos sentimos. Sin embargo, todos encontramos descanso al anochecer, y sin oscuridad no pueden verse las estrellas. La Oscuridad nos recuerda que debemos enfrentarnos a los momentos difíciles, no huir de ellos, aceptarlos como parte de nosotros mismos. El dolor no se puede ignorar, hijo mío, nunca encontrarías la paz. Aprende del dolor, permite que te transforme y evoluciona con él, y comprenderás que hasta en las sombras hay una razón.

Sohan miró hacia abajo, tenía las manos entrelazadas sobre su regazo, y reflexionó. Harden siguió hablando, esta vez señalando a Vida, una deidad representada con una sonrisa cálida, y un manto que caía sobre ella como la brisa.

—Ahora mira a Vida. Ella nos enseña que, del mismo modo que las plantas necesitan agua y tierra fértil, nosotros necesitamos nutrir nuestra alma. Cuando te equivocas, cuando tropiezas, no es que el universo haya decidido abandonarte, sino porque te da la oportunidad de aprender una nueva lección. Vida siempre nos enseña, pero debemos escuchar sus enseñanzas. Si te rindes cada vez que fracasas, jamás florecerás.

Sohan dejó escapar un suspiro de alivio, sus pensamientos empezaban a pesar un poco menos, aunque el dolor aún se podía sentir. Miró al monje, esperando que le diera alguna otra respuesta.

—Pero, ¿cómo puedo saber cuándo es el momento de seguir adelante y cuándo es el momento de rendirse? —preguntó—. Es un poco confuso...

Harden sonrió al tiempo que se incorporaba sobre el suelo, indicando al joven que lo siguiera. Salieron del templo, cruzándose con otros monjes, y caminaron hasta el borde del acantilado, el viento soplando con fuerza y el cielo tiñéndose del rojo profundo del atardecer. La escena era espectacular.

—A veces, seguimos adelante —dijo Harden, mirando el sol, que poco a poco se ocultaba tras el horizonte—, y otras veces dejamos ir, del mismo modo que el día suelta la luz para dar paso a la oscuridad y el descanso de la noche. Es un ciclo, y solo haciendo caso a nuestro interior y observando nuestro alrededor podemos saber qué necesitamos.

Sohan miraba el horizonte maravillado, sintiendo cómo la paz llenaba lentamente el vacío que se había formado dentro de él. Todo parecía cobrar un sentido. Por primera vez comprendió que el fracaso y el dolor que sentía no eran sus enemigos, eran sus maestros. 

—Recuérdalo, hijo mío —continuó el monje, girándose para mirar al joven—, recuerda que en la fe del Todo las deidades no son entidades distantes, son manifestaciones de nuestro interior. Vida y muerte existen en ti, igual que existen Luz y Oscuridad. Aprender a escuchar a cada una de ellas es aprender a existir.

Con una última sonrisa cálida, Harden miró a Sohan, sus ojos llenos de comprensión.

—El Todo es lo que somos y lo que no somos, es la paz que aparece cuando aceptamos nuestros defectos y nuestras virtudes. No olvides esto, y encontrarás equilibrio, aunque el mundo te lleve por distintos caminos, como hace con los ríos.

Sohan, con lágrimas en los ojos, asintió lentamente, aprendida la lección más importante de su vida. Ahora sabía que, aunque el camino fuera largo y difícil, tenía algo que jamás había sentido: saber que cada paso, en luz o en sombra, en paz o con dolor, lo llevaba a algo más grande y más importante que él mismo.

Se alejó del templo bajo la mirada de las deidades del Todo, esperando aprender la próxima lección.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Sombras y Estrellas

La luna brillaba alta en el cielo despejado esa noche sobre los bosques de Gesara, los troncos proyectando largas sombras sobre la tierra. El silencio llenaba la noche, roto solamente por el crujir de las hojas y el sonido metálico de las armaduras y armas de los soldados al caminar. Rynor, el capitán de la segunda compañía, avanzaba con cautela, espada y escudo preparados. Llevaban varios días persiguiendo a un pequeño grupo de ælvs, y ahora los tenían arrinconados, aunque estaban ocultos en alguna parte de aquel denso y traicionero bosque.

Mientras caminaban, Rynor sintió el peso de una mirada que se clavaba en él. Se detuvo, ordenando silencio a los demás. Miró a su alrededor, aunque no vio a nadie, solamente las sombras de los árboles centenarios, que se alargaban cada vez más. Sin embargo, la sensación de que alguien los estaba vigilando no se disipaba.

Avanzó despacio, en silencio, dejando atrás a sus compañeros, tras susurrarles que se quedaran donde estaban. Tras un rato caminando, finalmente distinguió una figura. Una persona esbelta, delgada, de rápidos movimientos ligeros, apenas visible entre los árboles.

Era un ælv, un rebelde.

Rynor levantó su acero y preparó su escudo. Sentía una mezcla de fascinación y temor. Sabía que los ælvs de Gesara podían confundirse con las sombras, moverse tan sigilosamente que podían desaparecer sin dejar un solo rastro. Este en particular no intentó huir, simplemente lo miraba desde la sombra, su rostro oculto por una capucha de suave tela. Su piel pálida y sus brillantes ojos reflejaban la luz de la luna y eran como dos estrellas más del cielo.

—Si vienes a matarme, hazlo ahora, soldado Imperial —dijo el joven ælv, con una voz que sonaba al viento moviendo las hojas un día de otoño.

Rynor parpadeó, confuso ante la forma tranquila en que pronunció esas palabras. Bajó su arma, aunque mantuvo la distancia.

—¿Por qué no huyes? —preguntó, extrañado y en voz baja, sin entender por qué aquel ser seguía ahí, mirándolo de esa forma.

El ælv sonrió sutilmente, un gesto que no casaba con la tensión del momento. El día anterior se libró una gran batalla entre los árboles, y ambos bandos sufrieron muchas bajas. La guerra contra los ælvs se había vuelto muy cruenta. Y ahí estaba él, de pie, tranquilo y sonriendo. La luna iluminó un mechón de su largo cabello, liso y plateado.

—Porque estoy harto de huir, y tal vez... también de odiar —respondió, acercándose lentamente hacia Rynor.

El soldado sintió cómo su pecho se tensaba. Había escuchado leyendas sobre los ælvs, rumores sobre su magia o su resistencia, incluso sobre su belleza, pero nunca había visto uno de cerca sin armadura y una furia asesina que lo hiciera moverse rápido y con maestría en batalla. Él no, este era otro hombre, tranquilo, curioso, hermoso. Rynor identificó la humanidad oculta tras su piel pálida y aquellos ojos antiguos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el capitán, incapaz de ignorar la curiosidad que se había formado en su interior.

—Me llaman Aster —dijo el ælv, sus palabras poco más que un susurro—. Y tú, soldado Imperial, ¿cuál es tu nombre?

—Rynor —respondió, intentando sonar firme, aunque él mismo se sorprendió de la suavidad de sus palabras—. Capitán Rynor, del Imperio.

Los dos hombres se quedaron callados, ya uno frente al otro, contemplándose. La guerra, el odio, el olor a sangre, los gritos... todo parecía un sueño lejano aquella noche, algo que nunca había pasado, ahora solo existían la brisa, los grillos, la luna y ellos dos, respirando despacio.

Con un gesto lento y suave, Aster levantó la mano, rozando como por casualidad el escudo de Rynor, como midiendo la distancia que los separaba. Sus dedos se quedaron a un centímetro del metal, sin tocarlo.

—No tenemos por qué luchar esta noche, capitán Rynor del Imperio —dijo Aster—. En ocasiones, creo que nuestros pueblos han olvidado lo que es la paz.

Las palabras se clavaron en el pecho de Rynor. Sabía que la guerra contra los ælvs había durado ya décadas, puede que incluso siglos, pero en ese momento, esa noche iluminada y tranquila, todo parecía desvanecerse. 

—Yo... también estoy cansado —suspiró Rynor—. Tampoco quiero luchar —dijo suspirando, al tiempo que dejaba caer los brazos y soltando su espada y su escudo, que emitieron un ruido sordo al impactar contra el suelo.

Aster volvió a sonreír suavemente y, demostrando una confianza desconocida para Rynor, dio un paso más. Sus manos, suaves y delgadas, frías, se posaron sobre las de Rynor. El soldado se estremeció. Era la primera vez que el capitán tocaba a un ælv, y la sensación le pareció embriagadora.

—¿Por qué te quedaste? Pudiste escapar —insistió Rynor en voz baja.

Aster bajó la mirada, sin soltar las manos de Rynor.

—Porque a veces me canso de las sombras. He visto la luz de la luna y de las estrellas, y quería saber si tal vez en el corazón de un humano, de un soldado Imperial, había algo de esa luz —susurró, levantando lentamente la mirada hasta centrarla en los ojos de Rynor.

El soldado sintió que alfo dentro de él se rompía, una barrera invisible, un muro que lo había aislado durante años. De pronto, comprendió que aquel ælv lo atraía, algo que ponía en entredicho todo lo que había aprendido sobre su raza, el Imperio, el odio y la guerra.

Permanecieron juntos en aquel claro, iluminados por la luz de la luna, que daba a la escena una sensación mágica, irreal, sus sombras entrelazándose en la oscuridad, anticipando lo que iba a ocurrir. Aster se acercó aún más, tanto que Rynor captó su suave aliento, frío, un aire que olía a tierra y a bosque, a Gesara.

—Rynor... —susurró Aster, saboreando el sonido de su nombre, como si se tratase de una de esas antiguas melodías de su pueblo —. Espero que no me olvides nunca, aunque el mundo nos quiera separar.

Antes de que Rynor pudiera reaccionar, Aster se inclinó, y rozó sus labios en un beso dulce y suave. Fue breve, pero impactante, como una promesa que trascendía todo tipo de palabras. Fue un instante maravilloso, en el que el odio, la guerra y la violencia no existían, solo ellos dos, como dos brillantes estrellas en el cielo, ajenas a todo lo que ocurría allá abajo.

Cuando Rynor abrió los ojos, Aster ya se había marchado, mezclándose entre las sombras de los árboles, dejando atrás solamente un eco de su presencia.

Rynor volvió al campamento sin decir una sola palabra de lo ocurrido. Guardó aquel encuentro en su memoria, atesorando cada segundo de esa noche en lo más profundo y seguro de su corazón. Sabía que no podía explicarle a nadie lo que había sentido, no en un Imperio que despreciaba a los ælvs, no entre soldados que solo entendían el idioma de la violencia y el odio.

Sin embargo, cada vez que miraba al cielo nocturno, con las estrellas observándolo desde arriba, recordaba a Aster, su voz como el murmullo de un riachuelo, su beso como un rayo de luna en la oscuridad. Supo que, aunque sus caminos se alejaran, ese momento les pertenecía, un lazo invisible e inquebrantable que los uniría a través del tiempo. 

Y mientras la guerra continuaba, Rynor supo también que, en alguna parte de Gesara, oculto entre las sombras de árboles centenarios, había un ælv que miraba a las estrellas como él, y recordaba como él, compartiendo ese momento. Un rebelde que había dejado una marca en el corazón de un soldado Imperial, un eco de amor prohibido en las sombras de Nalinia.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Sombras en las Calles de Piedra

Aelir se deslizó silenciosamente entre las sombras de la callejuela, la capa que le cubría le ocultaba el rostro y, lo más importante, las orejas puntiagudas. Era de noche y las luces de la ciudad eran bajas y parpadeantes, pero a él eso le sobraba. Los ojos de los suyos, los ælvs, se habían adaptado a ver en la penumbra, y ahora, bajo la oscura capucha de tela, Aelir observaba cada detalle, por pequeño que fuese, atento al resonar de cada paso, al chasquido de cada puerta y a cada susurro que llegara a sus oídos.

El mercado estaba prácticamente vacío a esta hora de la noche, y solo quedaban algunos vendedores que, bostezando de sueño y cansancio tras un día duro de trabajo, cerraban sus puestos o contaban las ganancias del día. Aelir observó a un hombre que guardaba algunas monedas en una pequeña bolsa, distraído. El instinto de supervivencia del muchacho lo impulsó a acercarse a él, y, antes de que el comerciante pudiera caer en la cuenta, Aelir ya estaba un par de calles más allá con su bolsa, contando las monedas a oscuras mientras corría.

Sentía la adrenalina burbujeando en sus venas. Hojarroja era una ciudad laberíntica, enorme, llena de callejones. Era un terreno que conocía muy bien, y había aprendido a recorrerlo con la precisión de un depredador. Pero Aelir no era tonto; él  era poco menos que una presa en este lugar, un ælvs viviendo entre humanos que repudiaban a su raza, que oprimían a su pueblo y los perseguían en una guerra absurda de la que nadie recordaba el origen.

Las historias de su pueblo en las tierras del norte de Nalinia, en Gesara, eran solo cuentos olvidados. Ahora, en esta ciudad de piedra y sombras, Aelir no era más que un ladronzuelo invisible, un intruso en un mundo hostil, en el que no tenía lugar.

Entró en una especie de refugio oculto tras una bodega abandonada, donde otros mendigos, rateros y criminales de todo tipo solían refugiarse cuando llovía o nevaba en Hojarroja. Aelir no tenía ningún amigo, solamente existían rostros que iban y venían, igual que él. Era mejor así. La mayoría eran humanos que lo miraban de reojo, con desconfianza, pero él siempre mantenía su capucha ceñida, la mirada en el suelo y la boca cerrada. 

Al sentarse, apoyando la espalda sobre la fría pared, volvió a contar las monedas de la bolsa. Pasó el pulgar por las caras de una de ellas, siguiendo con la punta la forma de la flor que había grabada en la superficie. No eran muchas monedas, pero bastarían para comprar un poco de pan y tal vez, si tenía suerte, algo de queso casi en mal estado. 

Las monedas captaban los destellos de una vela encendida un poco más allá, pero en el interior de Aelir solo había oscuridad. ¿Cuánto tiempo más podría seguir así, oculto y sin identidad, huyendo por el mero hecho de existir, pero sin poder salir de la ciudad? El exterior era todavía más peligroso y, si quería sobrevivir, no le quedaba otra que seguir robando y malcomiendo, al menos por el momento.

Mientras sus dedos jugueteaban con las monedas, sintió cómo unos ojos se clavaban en él. Levantó la vista y vio a otro muchacho humano que lo miraba desde el otro lado de la estancia, con los ojos llenos de curiosidad, incluso algo de miedo. El rostro del niño estaba sucio, como los de todos allí, y podían verse heridas y cicatrices en diferentes partes de su cuerpo y su cara, algo habitual cuando las palizas de los guardias de la ciudad estaban casi a la orden del día.

—¿Tú quién eres? —, preguntó el niño sin levantar la voz ni apartar la mirada.

Aelir dudó unos instantes, pero respondió con la mentira que más veces había repetido:

—Solo estoy de paso, nada más.

El niño giró al cabeza y frunció el ceño, pero no quiso insistir más. Para los habitantes de la capital, un forastero solía ser un sinónimo de problemas, pero un extraño sin rostro era algo más intrigante aún. Aelir bajó la mirada y se concentró en su botín. Sentía la tela sobre sus orejas puntiagudas, como un recordatorio de que él nunca pertenecería allí, ni siquiera entre los mendigos y los criminales.

Al amanecer, Aelir salió de su escondite y se mezcló entre la gente que llenaba las calles de Hojarroja. A su alrededor, los mercaderes gritaban las ofertas del día y el olor del pan recién horneado llenaba el ambiente, algunos artistas callejeros tocaban un instrumento y las conversaciones de la gente formaban un barullo incomprensible que duraría todo el día. Se sentía invisible entre el bullicio, uno más en una marea de personas y rostros sin nombre. Pero Aelir sabía que solo hacía falta un paso en falso, un error tonto, una palabra mal dicha o cualquier descuido, y su farsa se vendría abajo. Los humanos podían aceptar muchas cosas, pero nunca un ladrón que además era un ælv. 

Observó a una mujer de aspecto noble que discutía con un vendedor acerca del precio de una botella de vino. Antes de que nadie pudiera darse cuenta, Aelir se deslizó entre las piernas de la gente y, con un veloz movimiento y su destreza innata, cogió el pañuelo bordado que colgaba del bolso de la mujer. Nadie notó su actuación, y antes de que ella se percatara de la pérdida, Aelir ya había desaparecido entre la multitud, orgulloso de su pequeño botín.

Sin embargo, la tranquilidad y la satisfacción de su huida fueron interrumpidas de pronto cuando una mano firme se posó en su hombro, agarrándole con fuerza. Se giró para encontrarse de cara con el rostro de un guardia de la ciudad, que lo miraba con frialdad y dureza. Arrastrándolo hacia un rincón apartado, le preguntó:

—¿Qué escondes bajo esa capucha, muchacho?

Aelir sintió cómo su corazón se aceleraba y su sangre se helaba. Sabía que, si el guardia llegaba a verle las orejas, no tendría adónde ir y todo habría terminado. A los ladronzuelos como él solían darles una paliza y hasta la siguiente, pero Aelir era un ælv, con él no tendrían tanto tacto. Para los guardias, y para casi cualquier humano, un ælv era culpable del simple hecho de existir, y su crimen se pagaba a menudo con la muerte.

—¡Por favor! —, lloriqueó, esforzándose por sonar asustado y patético —. No he hecho nada, señor. Solo busco trabajo, y algo de comer...

El guardia lo miró con una mezcla de desprecio y desconfianza, y dibujó una sonrisa burlona. Después de unos momentos, empujó a Aelir, haciendo que se tropezara hacia atrás. 

—Desaparece de mi vista, no quieras que cambie de opinión, muchacho —dijo el guardia, marchándose con una risa burlona.

Aelir respiró aliviado, notando cómo el nerviosismo lo abandonaba poco a poco. Había corrido un riesgo innecesario, y lo sabía. Con el pañuelo de la mujer en la mano, se prometió a si mismo que no volvería a tentar a la suerte. Al meno no hasta que las calles estuvieran más tranquilas.

Esa noche, mientras descansaba en otro escondite, Aelir sintió un vacío en su interior, una extraña tristeza que no pudo ignorar. Pensó en las historias que su madre le explicaba sobre Gesara, cuentos sobre árboles antiguos que se alzaban enormes hacia el cielo, como guardianes centenarios de su pueblo, sobre la música de su gente, los cánticos que resonaban en los bosques como ecos de tiempos pasados. Pero aquí, en las ciudades humanas, esos recuerdos no existían, y su voz, lejos de cantar, solo era un murmullo silencioso.

Decidió que haría algo más que robar y esconderse. Se escabulló al amparo de la noche, iluminado solo por la luz de la luna, y se dirigió al templo de los Primeros Elementales, un lugar que los humanos utilizaban para rezar, pero que para un ælv como Aelir era un lugar que visitaba con indiferencia y desprecio. Esperó unos minutos escondido para asegurarse de que no había nadie y, oculto entre las sombras se ciñó su capucha y comenzó a tallar en la piedra un símbolo arcano, antiguo y cargado de significado, que solo los ælvs conocían.

Era el símbolo de su hogar, de Gesara, de su gente. Era una señal que él mismo reconocería y que quizá algún otro ælv oculto en las calles de Hojarroja vería algún día, un recordatorio de que los ælvs seguían ahí, y no estaban solos, resistiendo en las sombras. Aelir talló el símbolo despacio, con paciencia y precisión, viendo cómo cada trazo daba forma a algo más que una simple imagen. Era su historia, la de su pueblo, la de una raza que había sido oprimida, relegada y olvidada, pero que latía con más vida que nunca.

Al amanecer, Aelir se alejó del templo de piedra, sabiendo que aunque su vida seguiría siendo una noche tras otra rodeado de gente sin rostro y robos en las calles, había dejado su marca. Era pequeño, insignificane para el enorme Imperio, pero para él, lo significaba todo.

El símbolo seguiría allí, en la piedra de un templo en las calles de Hojarroja, como una semilla de la que germinaría una resistencia oculta. Y, mientras caminaba con la cabeza gacha entre humanos, solo e invisible, Aelir supo que aunque el Imperio lo viera como una sombra en sus calles, él seguiría sobreviviendo, luchando y robando. Porque, después de todo, los ælvs nunca podrían ser erradicados del todo, y algún día recuperarían Nalinia.

lunes, 4 de noviembre de 2024

Relucientes Sombras de Esmeralda

Lady Mereth D'orn se miró en el espejo decorado con filigranas doradas que había en un rincón de la boutique, ladeando la cabeza para captar los rayos de sol con la diadema que acababa de comprarse. Era una pieza de lo más exquisito, diseñada con líneas que se entrelazaban, simulando las raíces de un viejo árbol, toda ella engastada con pequeños trozos de cristal de astinita relucientes. El joyero le aseguró que los cristales provenían del desierto del noroeste, de El Recordatorio, transportados por las caravanas más selectas y labrados por los maestros más exclusivos, justificando así un elevado precio que era poco más que calderilla para una D'orn.

—Sencillamente divina —susurró Lady Mereth, colocándose un mechón de cabello oscuro perfectamente rizado, que caía en elegantes ondas sobre sus hombros. La pieza refulgía bajo la luz del sol, y Mereth sonrió para sí misma, nunca había visto un reflejo tan hermoso.

La boutique estaba abarrotada de damas y caballeros de la nobleza, conversando sutilmente entre murmullos y risas apagadas y elegantes, entre estanterías que exponían joyas y gemas brillantes de todos los colores imaginables, sedas importadas de las islas del este, y todo tipo de productos lujosos. El aire estaba cargado de un fuerte olor a incienso y perfumes caros, y la tienda en sí era como una especie de refugio, un rincón de lujo alejado del bullicio de la ciudad. Mereth hacía caso omiso de los asistentes mientras el joyero la ayudaba a ajustarse la diadema, pero no pudo evitar captar miradas llenas de envidia de algunas de las mujeres allí presente, y volvió a sonreírse.

—Los cristales de astinita de esta diadema son de una pureza excepcional, Lady Mereth, cada vez más raros y difíciles de conseguir. —El joyero, un hombre anciano y diminuto, con manos ágiles y dedos delgados y nudosos, levantó la vista hacia ella, tratando de calibrar su reacción—. La extracción se está volviendo muy peligrosa allá en el gran desierto, las partidas de buscapiedras pierden miembros a un ritmo alarmante y los Guardianes cuentan cosas de lo más espantoso.

Mereth agitó la mano en un gesto despreocupado.

—Oh, querido, estoy segura de que el Imperio solucionará el problema que sea. La astinita siempre ha estado ahí, y siempre lo estará, no veo por qué habría de acabarse —respondió, admirando su propio reflejo una vez más, observando cómo los cristales reflejaban la luz en matices multicolor. La idea de que la astinita pudiera escasear era absurda a más no poder; los problemas de los buscapiedras, o las historias de los Ang'shyu, no eran más que rumores exagerados, seguro. Cosas de las que se hablaba en los barrios bajos, entre la pobreza. ¿Qué importancia podía tener?

Mereth salió de la boutique despidiéndose del joyero entre halagos de los caballeros y comentarios sarcásticos de las damas, con su nueva diadema ajustada a la cabeza, y sus criados cargados de paquetes envueltos en telas y cintas de colores. Avanzó por las calles adoquinadas de la capital, saludando a otros nobles y a dueños de otras tiendas de lujo. A su alrededor, la ciudad bullía de actividad. En las avenidas principales de Hojarroja, la clase alta se paseaba entre las sombras de los árboles, las estatuas y los arcos, protegiéndose del sol por los parasoles y pabellones de los puestos comerciales de las calles, mientras las clases bajas se amontonaban en los mercados y plazas más allá de los muros, y de su interés.

La capital del Imperio Esmeralda brillaba con falsedad, las murallas de mármol y las torres decoradas con banderines que bailaban al son de la brisa. Había provincias de Nalinia en conflicto, los ælvs se reorganizaban en secreto, y los Ang'shyu habían reaparecido en El Recordatorio. Pero para la nobleza nada de eso tenía importancia, eran problemas que concernían a otros.

Mereth rodeó la fuente del mercado central, una obra excepcional que representaba a los Primeros Elementales, esculpidos en piezas únicas de mármol blanco. Se detuvo unos instantes, admirando la escultura, bajó la mirada hacia el agua y su reflejo le devolvió una sonrisa perfecta.

—¿Has oído que la nueva moda es importar sedas del este? —preguntó una voz femenina a su lado.

Se trataba de Lady Rayna, una amiga de Mereth que pocos meses atrás había sido el epicentro de un escándalo financiero que a punto estuvo de acabar con su familia. Pero ahora, adornada con brillantes joyas de astinita y una sonrisa despreocupada, Rayna parecía haber dejado atrás aquellos problemas.

—Oh, querida Rayna, yo ya he pedido que traigan las mías —respondió Lady Mereth con una sonrisa orgullosa—. Aunque espero que los piratas no intercepten el barco. Dicen que los mares están llenos de problemas últimamente.

Ambas damas rieron ligeramente, y la conversación viró hacia los rumores de la corte y las fiestas y bailes de la semana. Había próximo un banquete en la sala del trono del palacio de Esmeralda, nada menos, y el nombre de Lonor D'arsay, la mismísima Emperatriz, se mencionaba como invitada especial.

La noche del banquete, el salón brillaba con luces doradas, cada rincón adornado con todo tipo de decoraciones lujosas y estandartes de vibrantes colores. Mereth, ataviada con un vestido de terciopelo azul y su querida diadema de cristales de astinita, se movía con gracia entre los invitados, bebiendo vino dulce en una copa de cristal exquisitamente tallado. Las superficiales charlas se mezclaban en un murmullo indistinto, y el salón vibraba con risas, aplausos y brindis. Todo ello acompañado por una música elegante interpretada por un cuarteto de cuerda.

Mereth observó a su alrededor y sonrió, le encantaba esta vida. Rio suavemente mientras tomaba un sorbo de vino.

—Dicen que El Recordatorio es cada vez más peligroso —comentó el barón Tarvin, un hombre de edad avanzada que miraba a Mereth con una adormilada mirada a causa del alcohol—. Casi no hay mineros dispuestos a trabajar, y esas criaturas de hielo, los Ang'shyu, dicen que han vuelto, ¿no es cierto? ¿Acaso no eran cuentos que nos contaban de niños? ¿Estuvieron alguna vez en Nalinia?

—Oh, Tarvin, querido, son historias de campesinos. Estoy segura de que exageran para que les paguen más —dijo, alzando una ceja, riéndose de forma despectiva. El Recordatorio y esas historias eran poco más que historias de terror para el populacho y los incautos.

El barón sonrió incómodo, algo inquieto.

—A veces, pienso que... pienso que vivimos en una burbuja —susurró, mirando la copa de vino que sostenía Mereth—. Aquí estamos, entre preciosas luces y bellos cristales, mientras afuera, más allá de las murallas, la oscuridad parece crecer cada día un poco más.

Hacía rato que Mereth había dejado de escuchar. Se había unido a un grupo de mujeres, y la conversación volvía a girar en torno a joyas, vestidos y hombres. Cualquier mención a El Recordatorio, los ælvs o las rebeliones quedaba olvidada entre brindis y risas desdeñosas. Lo que pasaba en las sombras del continente no era asunto suyo; su mundo se encontraba aquí, en el Palacio de Esmeralda, entre lujos y fiestas interminables.

Horas después, cuando el banquete estaba en su momento más animado, las puertas de la sala se abrieron de golpe, y el sonido de la madera chocando contra el mármol acalló la sala entera. Un mensajero, cubierto de polvo y jadeando como un perro, caminó tembloroso, interrumpiendo la diversión y la música. Los invitados lo observaban con caras de disgusto y desconcierto, susurrando con sorpresa.

—Mis señores... —dijo el mensajero con un hilo de voz, mirando a Lonor D'arsay—. Una incursión de... criaturas... en el norte. Han atacado un asentamiento de buscapiedras. Son... Ang'shyu. Solo queda polvo y cristales.

Por un momento la sala quedó totalmente en silencio, un silencio que pesaba, que casi se podía tocar. Los ojos de algunos invitados se abrieron de par en par, Lady Rayna respiraba rápidamente, el barón Tarvin negaba con la cabeza. Lady Mereth sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo de arriba a abajo. Pareció notar que la astinita de su diadema vibraba, como si los cristales hicieran memoria de sus propios orígenes, y de pronto, El Recordatorio y las historias no parecieron cosas sin importancia. 

El momento pasó fugazmente. La Emperatriz se levantó y, con una voz suave pero firme, se dirigió a los asustados invitados.

—No teman. El Imperio tiene la situación bajo control. Aseguraremos nuestras bellas tierras, las alejaremos del frío y la oscuridad. Protegeremos a toda persona que habite en ellas. Por favor, sigan disfrutando de la velada.

Con estas palabras el nerviosismo de la sala pareció disiparse. Los nobles intercambiaron risitas y miradas de alivio, y volvieron al vino y a los bailes. Los músicos retomaron la pieza que estaban tocando. Lady Mereth ajustó su diadema y sonrió a los que estaban cerca. La amenaza, el mensaje, eran solo otra historia, algo que no podía afectarles.

Para ellos, la oscuridad era un tema de conversación más, algo que siempre quedaría más allá de los muros de la enorme ciudad. Y mientras la nobleza disfrutaba de otra noche más de lujos y excesos, bebiendo y brindando, afuera, en las sombras de Nalinia, los Ang'shyu continuaban su marcha, invisibles e imparables. Los cristales de astinita susurraban sus secretos, esperando el momento en que su verdadero poder fuera descargado por fin sobre el continente.

domingo, 3 de noviembre de 2024

El Último Susurro del Hielo

 La nieve se deslizaba en el aire con lentitud, danzando en su suave caída sobre el claro, formando una capa fina que cubría la tierra y las rocas con un manto blanco. Era verano, pero eso poco importaba en el sur de Nalinia, donde las nevadas eran casi constantes. No obstante, la nieve tenía un aspecto diferente, un matiz que solo podía significar una cosa: la llegada de un Ang'shyu.

Sverin dejó escapar una bocanada de aire al levantar la mirada, formando una nubecilla de vaho que se extendió desapareciendo sobre su cabeza. Era un Guardián Ardiente, un cazador de lo imposible, la élite del Imperio. Enfrentarse a estas criaturas era aquello para lo que vivía, había entrenado casi toda la vida, aunque en el fondo supiera que no había entrenamiento capaz de preparar a una persona para enfrentamientos de este tipo. Aún así, el Imperio contaba con él, no tenía otra opción. 

Estaba solo en este claro, sin más apoyo que su espada de cristal de astinita, una antorcha, y la promesa del regreso al hogar... una promesa que sabía que quizá no se cumpliría. Por eso los Guardianes ardientes no tenían permitido casarse, ni tener descendencia. 

El sonido de la nieve bajo sus botas rompía el silencio a cada paso, reverberando en el aire hasta esconderse entre los árboles del bosque, o las rocas de la ladera. Avanzó con inseguridad, lentamente, su aliento formando más nubecillas blancas que se disipaban segundos después. Fue entonces cuando lo vio.

El Ang'shyu se encontraba a una cierta distancia. Una figura alta, cuya piel brillante reflejaba la forma de la arboleda como una especie de espejo distorsionado. Su rostro sin ojos, sin boca, sin señales de vida lo miraba directamente, casi con curiosidad. La silueta del ser parecía vibrar, emitiendo un sutil zumbido, una resonancia que llenaba a Sverin de una ansiedad inexplicable.

El Guardián preparó su espada, fabricada con brillante astinita por los mejores armeros imperiales, emitiendo un fulgor verdoso que contrastaba con el anaranjado de la antorcha, que dejó caer al suelo. La espada también parecía vibrar ligeramente, como preparándose para la batalla que se avecinaba. Sverin empuñó la espada con firmeza, concentrándose en no salir corriendo presa del terror. Su mente repetía una y otra vez el mismo mantra: "No importa el frío, no importa el miedo..."

Pero el miedo sí importaba, estaba tan presente como él, como aquella criatura, aferrándose a él como una garra invisible abriendo su alma en canal, helándole la sangre.

El Ang'shyu comenzó a moverse, un paso tras otro, a un ritmo lento y pesado. Sabía que no tenía que apresurarse, al final todos caían. Extendió un largo dedo hacia Sverin. El Guardián levantó la hoja, aunque desoyó a sus instintos, que le gritaban que atacara. Su intuición le dictó que retrocediera, que huyera antes de que fuera demasiado tarde.

Sverin ignoró el miedo y el frío, como decía su mantra, y adelantó un pie. Inició la carrera hacia la criatura, espada en alto. La luz verdosa de la hoja chisporroteaba, iluminando la neblina que se había empezado a formar a su alrededor, mientras Sverin lanzó una primera estocada contra aquel ser espectral.

La hoja golpeó el hombro del Ang'shyu... y rebotó, como si Sverin hubiera intentado atacar a una pared de sólido mármol. El impacto hizo temblar todo el brazo del soldado, adormeciéndolo, casi paralizándolo, y el frío se tornó más intenso. El Ang'shyu se limitó a torcer la cabeza, mirándole una vez más con esa extraña curiosidad.

Sverin retrocedió algunos pasos, tambaleándose, pero el Ang'shyu ya estaba sobre él una vez más. Levantó el brazo y lo estiró, apuntando con uno de sus dedos al rostro del Guardián, que pudo contemplar el brillo iridiscente a pocos centímetros de su cara. Sverin intentó zafarse, pero sus pies habían quedado atrapados en el hielo, incapaces de moverse. Podía sentir cómo el frío recorría todo su cuerpo, extendiéndose hasta sus pulmones y su corazón, que cada vez funcionaban con más trabajo. La vista se le nubló, y una gota de sudor se congeló tras recorrer un par de centímetros de su frente.

En ese instante, Sverin recordó las palabras de su instructor: "Los Ang'shyu buscan más que tu vida; buscan la esencia de lo que eres, no les des el poder de tu alma."

Tras respirar profundamente con dificultad, reunió sus últimas fuerzas y levantó la espada verdosa. Con un grito desesperado, clavó la punta en el brazo extendido de la criatura, y el cristal de astinita penetró en su carne congelada, que expulsó un vapor oscuro que se dispersó rápidamente en el aire. El Ang'shyu se estremeció cuando su brazo cayó inerte a sus pies, entre Sverin y él. No emitió sonido alguno, solo se inclinó hacia Sverin.

El Guardián se dio cuenta entonces de lo que debía hacer. Allí, tan cerca del Ang'shyu, se dio cuenta de que tras la fina piel de cristal brillante, podía verse algo en el interior. Una sombra oscura que se distorsionaba rítmicamente, una especie de... corazón.

Con una última explosión de fuerza y voluntad, hundió la espada en el pecho del Ang'shyu, directo hacia ese reflejo oscuro. La astinita atravesó la carne gélida y alcanzó lo que fuera que había allí, haciendo temblar al ser, que instantes después estalló en miles de fragmentos de cristal oscuro, que se desperdigaron por doquier. 

Sverin se dejó caer sobre sus rodillas, tratando de recuperar el aliento. El calor parecía abrirse paso de nuevo en su cuerpo, y en su alma, aunque en pequeñas oleadas. Trató de levantarse, apoyándose en su espada. Recogió la antorcha, y los cristales desperdigados por el suelo absorbieron la luz, en lugar de reflejarla, allí donde momentos antes estaba de pie un ser de pesadilla.

Con mucha cautela, recogió uno de los fragmentos. Al tocarlo, sintió una vibración, un susurro en el aire apenas audible, que decía su nombre. 

El cristal le susurró historias y recuerdos que no le pertenecían, le habló de una presencia antigua y eterna. Sintió que el cristal le prometía respuestas... y algo más. Pero Sverin retiró la mano rápidamente, dejando caer el fragmento, que tintineó al tocar el suelo. Se cubrió la mano con un trozo de tela y guardó el cristal en su bolsa. Su tarea había concluido, ahora debía llevarles una muestra a sus superiores para que la estudiaran en la capital.

Sverin miró el claro una última vez. La nieve empezaba a fundirse, dejando al descubierto el suelo húmedo bajo sus pies. Dando un último suspiro de alivio, el Guardián dio media vuelta y emprendió la marcha de regreso. Cada paso que daba lo alejaba de aquel lugar, de la batalla, pero en el fondo sentía la mirada vacía e inerte de aquella criatura clavada en su ser. 

En la mente de Sverin tomó forma un pensamiento inquietante: tal vez una parte de él ya había sido tomada y, cuando el tiempo lo alcanzara, él también se convertiría en un espectro, en un eco del hielo y del miedo.

Tratado Sobre los Ang'shyu: Un Estudio del Miedo y la Destrucción Inexplicable

Por Cian Quinlyn, Erudito Imperial

De entre todos los peligros que amenazan en las sombras de Nalinia, los Ang'shyu son, sin duda alguna, el más misterioso y temible. Para mucha gente, estas criaturas son poco más que cuentos de niños, viejas leyendas, un elemento más de la superstición que abunda entre el campesinado. Pero para aquellos que han oído la verdad —o que, como yo mismo, han visto las señales y los rastros que dejan atrás estas criaturas— no cabe duda de que los Ang'shyu son una realidad horrorosa, perfectamente tangible.

Muchos hemos estudiado el sentido o el origen de sus apariciones, la lógica que esconden sus ataques y las respuestas a las preguntas que se aferran a la mente de todo estudioso. Sin embargo, el estudio de estos seres solo ha hecho surgir más dudas e incógnitas, dejando innumerables registros de un conocimiento que perturba más que aclara.

Los Ang'shyu son figuras humanoides, altas y delgadas, cuya piel se presenta lisa y brillante, como hecha de cristal, emitiendo brillos iridiscentes multicolor, como si estuvieran cubiertos de escarcha. Cuando uno observa a una de estas criaturas, el reflejo del mundo sobre su piel aparece distorsionado y antinatural. No poseen rostro alguno; en su lugar, una superficie brillante y aparentemente suave, sin ojos, boca, nariz u otros rasgos habituales en un ser humano. Daría la sensación de que no necesitan ver, ni oír ni hablar para llevar a término sus oscuras intenciones, sean cuales sean. Se me ocurre, quizá, que ven y sienten en un plano ajeno completamente a nosotros.

Habitualmente los Ang'shyu se acercan a individuos aislados, en momentos de soledad y amparados por una fina nieve y densas nieblas. Algunas personas sostienen que sus pasos son constantes, lentos y suaves, haciendo muy difícil determinar el momento preciso en el que hacen aparición, dando la sensación de que el mismo aire se detiene cuando se acercan. Las temperaturas descienden bruscamente y sin previo aviso con su presencia, como si la naturaleza misma se rindiera ante ellos.

He podido entrevistarme con algunos de los supervivientes de encuentros con estas criaturas. Los pocos que vivieron para contar su historia describen la llegada de los Ang'shyu como experiencias hipnóticas, una especie de trance al que se vieron arrastrados hasta ser envueltos por un frío que, finalmente, les liberaba al borde de la muerte. De estas historias se puede concluir la inquietante posibilidad de que los Ang'shyu no han venido solamente a destruir y matar, sino que también nos observan, nos estudian y, quién sabe, quizá también nos juzgan con sus vacías miradas.

Los estudiosos han debatido durante décadas el posible origen de estas criaturas. La teoría más extendida es que no pertenecen a nuestro plano, el material. Su mera presencia parece una transgresión, como si surgieran de una dimensión desconocida, atraídos por algo fuera del alcance de nuestra comprensión. Antiguos textos, procedentes de ruinas Morii, hablan ya de "los de la escarcha silenciosa" y "los traídos por el hielo", dándonos a entender que ya en tiempos ancestrales se tenía conocimiento de la existencia de los Ang'shyu.

Existen otras hipótesis —consideradas heréticas, aunque no sin cierto interés— que afirman que estos seres son manifestaciones, representaciones, de la esencia misma de Nalinia y todo lo que habita el continente. Serían, según este pensamiento, una especie de "memoria natural", o guardianes de un orden invisible e incomprensible. Como avatares de los horrores y cataclismos que han marcado Nalinia, los Ang'shyu serían un vivo recordatorio de la historia de nuestro mundo.

Durante mi investigación he tenido acceso a algunos fragmentos de cristal oscuro recolectado después de que un Ang'shyu acabara con algunas de sus víctimas. Estos cristales, parecidos a los cristales de astinita común, presentan un destello que parece reflejar las sombras más ocultas de quienes los sostienen, como si en su interior quedaran atrapados retazos de las almas de que estos seres han segado.

¿Es posible que los Ang'shyu no solo acaben con la vida de aquellos a los que matan, sino que además retengan algo de su esencia, de su alma, en estos cristales? La astinita es un mineral ampliamente usado en Nalinia para canalizar energía, pero estos cristales parecen contener una fuerza mucho mayor, aunque más inestable. Un aprendiz de alquimia me aseguró en una ocasión que, al intentar utilizar un cristal de estas características, escuchó voces de personas cuyas vidas seguramente fueron condenadas por uno de estos terroríficos seres. Sus sospechas fueron confirmadas en cuanto reconoció una de esas voces: pertenecía a su hermano, que había sido víctima del ataque de un Ang'shyu meses atrás. En definitiva, estos cristales parecen contener fragmentos de recuerdos o incluso conciencias de aquellos desgraciados. De ser cierto, esta "astinita oscura" podría ser la clave para entender a los Ang'shyu... o, en el peor de los casos, la llave de una puerta que conduce a una locura sin retorno.

El Imperio ha intentado en múltiples ocasiones conener e incluso eliminar esta amenaza. Los Guardianes Ardientes, una élite de soldados entrenados especialmente para enfrentar estos peligros y horrores, han sido enviados a dar caza a estas criaturas, pero los pocos informes a los que he tenido acceso son, como poco, aterradores. No solamente por el elevado número de bajas, sino porque tras cada enfrentamiento, los soldados reportan no recordar momentos o lapsos de tiempo enteros de lo ocurrido, otros muestran cambios de personalidad inexplicables, o directamente signos de locura. 

Hay registros de que los Morii, utilizando su peculiar magia (hoy olvidada), consiguieron repeler a los Ang'shyu de manera efectiva en más de una ocasión. Dada la escasez de estos conocimientos, el Imperio es muy reacio a utilizar técnicas o tecnología de la antigua civilización. Quizá sea prudente por parde del Imperio respetar los límites de su propio poder, pues es evidente que los Ang'shyu no temen ni respiran, y por tanto, no descansan.

En mis estudios y mis viajes he observado el horror en los rostros de aquellos que han vivido para contar experiencias cercanas a los horribles seres. Nalinia es un vasto continente, lleno de secretos y sombras desconocidas, y los Ang'shyu parecen un mero recordatorio de que los humanos acabamos de llegar. 

Para aquellas personas con pretensiones de comprenderlos en el futuro, dejo una advertencia final: que no se acerquen demasiado a la sombra de la incógnita, de lo desconocido, ni estudien los cristales de astinita oscura. Y, por supuesto, que no intenten de ninguna manera invocar a estos seres, pues el conocimiento que pueda adquirirse sobre ellos es un arma de doble filo.

Quizá llegue el día en que entendamos a los Ang'shyu, y si esto ocurre, será también el día en que nos demos cuenta de los límites de nuestra propia cordura. Que este tratado sirva como una advertencia para aquellos que deseen transitar este peligroso sendero, pues es en el vacío de sus rostros donde uno encuentra el reflejo de su propia mortalidad.

Las Sombras de El Recordatorio

El oscuro cielo sobre El Recordatorio estaba cubierto por una espesa neblina gris que no dejaba pasar ni un tímido rayo de sol. Acababa de empezar la temporada de lluvias, aunque esa niebla era demasiado densa, tanto que parecía un aviso, una especie de advertencia de los dioses. 

Valmyr, un buscador de astinita experimentado, recordaba las historias que los ancianos habían contado desde que tenía uso de razón, los cuentos que usaban las viejas para asustar a los chiquillos cuando se portaban mal. Leyendas que se ocupaban de mantener a la gente alejada de este lugar recóndito y peligroso, más aún cuando el cielo se presentaba de esta manera. Las leyendas instaban a todo aquel incauto con intenciones de introducirse en el vasto desierto rodeado de montañas a darse la vuelta y pensárselo dos veces.

Pero Valmyr no se lo podía permitir, el Imperio pagaba bien estas incursiones, y no era la primera vez. Nalinia necesitaba astinita, y en El Recordatorio había mucha. 

Valmyr descendía por las rocas resbaladizas a causa de la humedad, y observaba el suelo desolado y quebradizo a sus pies, desprovisto de vida. Por todas partes, a su alrededor, fragmentos de cristal se extendían como esquirlas congeladas en el suelo, emitiendo destellos fríos y opacos al aire, entre las rocas y las grietas. Algunos de esos fragmentos eran astinita: el mineral era reconocible por su aspecto brillante e iridiscente. Otros fragmentos eran un tipo de astinita más oscura, que se decía eran restos de Ang'shyus caídos o resultados de batallas contra estas criaturas. Valmyr no era supersticioso, se consideraba un hombre estudioso incluso, pero al ver los fragmentos de cristal desperdigados por el suelo sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda.

El aire se tornaba más pesado a medida que el buscapiedras se acercaba con paso inseguro al centro del enorme cráter. Un olor extraño flotaba a su alrededor, como a metal oxidado y a sal. El hombre avanzaba con una lámpara de cristal de astinita que proyectaba una luz multicolor, vibrante, casi con vida propia. Con cada paso que daba, la luz parecía bailar con jirones de niebla, formando en ocasiones sombras que parecían moverse en el borde de su visión. 

Fue entonces cuando Valmyr, sobresaltado, divisó algo más allá: una figura delgada y erguida. Rápidamente apagó la lámpara y se escondió detrás de una roca, la respiración acelerada.

La extraña figura se acercó lentamente pero con decisión, su caminar tenía una gracia de otro mundo. Se trataba de una criatura salida de aquellas historias de las viejas de la aldea, era un Ang'shyu. Alto y delgado, como una rama caída de un viejo árbol, con la piel iridiscente y un rostro desprovisto de rasgos. A Valmyr le costaba respirar. Si las historias eran ciertas, la criatura tan solo necesitaba tocarle para acabar con él.

El Ang'shyu se detuvo a unos metros de él, olfateando el aire. Valmyr podía sentir cómo el frío congelaba hasta el tuétano de sus huesos, se le durmieron las extremidades y no pensaba con claridad. El suelo alrededor del Ang'shyu comenzó a cubrirse de una especie de escarcha pálida, que poco a poco se fue extendiendo por la zona. El ser de otro mundo extendió un brazo y, en un movimiento solemne, colocó un fragmento de astinita oscura en el suelo justo antes de disolverse en la niebla emitiendo un zumbido que resonó en el aire.

Confuso, Valmyr observó quieto el fragmento de cristal que había colocado la criatura. Igual que los otros fragmentos que había visto un rato antes, no se trataba de astinita, sino de esa variante más oscura que le puso los pelos de punta. Era casi negra, ahora que la miraba con más detenimiento, y en lugar de reflejar la luz parecía absorberla. No podía dejar de mirarla, y ese dichoso zumbido aún reverberaba en su mente, un murmullo que parecía surgir del fragmento de cristal. 

En un impulso inexplicable, Valmyr estiró el brazo medio adormecido, y tocó el oscuro cristal. Al instante, en su mente brotaron imágenes fugaces: ruinas antiguas, rostros deformados en muecas de sufrimiento y dolor, chillidos de horror ahogados en el vacío...

Sacudió la cabeza, tratando de liberarse de lo que parecía un sueño espantoso, pero el susurro persistía. "Valmyr…", decía, repitiendo su nombre una y otra vez, lentamente, con una cadencia casi musical. El buscapiedras tragó saliva y guardó el fragmento en su bolsa, envuelto en un trozo de tela y bien atado con un cordón. Estaba seguro de haber encontrado algo de gran importancia, algo por lo que el Imperio seguramente estuviera dispuesto a pagar algo más que unas monedas.

Los susurros y las sombras acompañaron a Valmyr en un camino de vuelta al campamento digno de una pesadilla. Sentía que le seguían, que el rostro sin facciones de la criatura miraba a lo más profundo de su alma, desde la neblina, siempre oculto. Finalmente supo que llegó a su destino cuando vio las tiendas de campaña del Imperio. 

En el campamento base esperaba un grupo de guardias del Imperio, además del resto de buscapiedras. Loryk, el capitán de los guardias, un hombre robusto con la cara surcada de cicatrices y mirada apagada, se acercó a hablar con él.

—¿Traes material suficiente? —preguntó el capitán mirando la bolsa de Valmyr, prácticamente vacía.

Valmyr asintió y rebuscó entre algunos cristales un paquete envuelto en tela y anudado con un cordón. Se lo mostró a Loryk sin entregárselo.

—Encontré esto. No es astinita, aunque se le parece. Es algo...ancestral. Casi podría decirse que está...vivo —. Esta última parte la susurró, inclinándose hacia delante, con miedo. Sus palabras parecían proféticas, lo sabía. Y le aterraba.

Abrió el paquete para que Loryk lo viera con sus propios ojos. El capitán extendió la mano para cogerlo, pero al tocar el cristal, Valmyr vio cómo las pupilas del soldado se dilataron y su respiración se entrecortó. El terror se reflejó en su cara momentos antes de retirar la mano como si el oscuro cristal estuviera al rojo vivo.

—No hables de esto a nadie, ¿entendido? —, ordenó el capitán, recuperando la compostura, aunque con un ligero temblor en la voz, imitado por sus dedos—. Vuelve al campamento y descansa. Yo... —, dudó—. Yo me encargaré de todo.

Valmyr obedeció y fue a su tienda. Se acostó pero apenas pudo dormir aquella noche, acosado por pesadillas, sombras y susurros. En sus sueños, el Ang'shyu le observaba desde lejos, su rostro vacío y sus ojos inexistentes sondeando su interior.

Al amanecer, Valmyr despertó con una agobiante sensación de vacío agarrada al pecho. Todo el campamento se había vaciado, estaba completamente solo. Se puso la ropa a todo correr, y salió a la intemperie, esperando encontrar a sus compañeros. No había rastro de ellos, ni de los soldados, ni siquiera del capitán Loryk. La ansiedad se apoderó de él. ¿Lo habían abandonado a su suerte? ¿Tendría esto algo que ver con el cristal?

Decidió regresar al punto donde encontró el fragmento de cristal, convencido de que había ocurrido algo horroroso. De camino, vio una serie de huellas en el suelo, rodeadas de escarcha, que se adentraban en el desierto de El Recordatorio. Decidido, se dispuso a seguirlas hasta llegar a una zona donde varios cuerpos sin vida yacían esparcidos, entre ellos el del capitán Loryk. 

Expresiones de horror absoluto habían quedado congeladas en sus rostros, y de los cadáveres emanaban pequeños cristales oscuros, idénticos al que encontrara Valmyr la tarde anterior.

Sintió cómo la temperatura descendía bruscamente, y entonces lo comprendió. Despertó algo en ese cráter, en mitad de ese desierto muerto. Algo para lo que ni siquiera el Imperio estaba preparado. 

Antes de reaccionar, otro Ang'shyu emergió de la densa niebla, acercándose a él con paso lento. Valmyr no corrió, el cansancio era demasiado grande, y él estaba demasiado asustado. Sabía que aquel ser era mucho más que una simple amenaza: era un aviso. Un recordatorio de que los humanos estaban entrando en terrenos que les eran prohibidos. 

El ser se detuvo frente a él y estiró el brazo, la palma de la mano hacia arriba. Valmyr, sin dejar de mirarle, sacó el cristal de su bolsa, y lo colocó en la enorme manaza. En cuanto el cristal entró en contacto con la piel iridiscente, brilló con intensidad, proyectando sombras y luces hacia la niebla. Los susurros, ya familiares para Valmyr, llenaron el aire ocultándose y emergiendo de entre la neblina. Miles de voces hablaban a la vez.

La criatura retiró su mano, y una paz tranquilizadora se apoderó del buscador. Las sombras desaparecieron, la neblina se fue volviendo menos densa y las voces callaron gradualmente. Valmyr miró alrededor, no quedaba nada ni nadie, solo el extenso desierto hasta las montañas.

Se quedó a solas, con el cristal todavía en su bolsa, y una certeza aterradora en su alma. Nadie sabría nunca más de él. Nadie sabría que El Recordatorio había reclamado las almas de sus intrusos... y que pronto reclamaría a toda Nalinia.

Días después, el Imperio envió una expedición de rescate, pero nadie encontró rastro de los buscapiedras, ni de los guardias o de Loryk, ni de Valmyr. Solo encontraron el desierto cubierto de una niebla gris y densa. En el suelo, unas oscuras esquirlas de cristal brillaban débilmente, esperando pacientemente al siguiente incauto que osara despertar sus oscuros secretos.