La luna brillaba alta en el cielo despejado esa noche sobre los bosques de Gesara, los troncos proyectando largas sombras sobre la tierra. El silencio llenaba la noche, roto solamente por el crujir de las hojas y el sonido metálico de las armaduras y armas de los soldados al caminar. Rynor, el capitán de la segunda compañía, avanzaba con cautela, espada y escudo preparados. Llevaban varios días persiguiendo a un pequeño grupo de ælvs, y ahora los tenían arrinconados, aunque estaban ocultos en alguna parte de aquel denso y traicionero bosque.
Mientras caminaban, Rynor sintió el peso de una mirada que se clavaba en él. Se detuvo, ordenando silencio a los demás. Miró a su alrededor, aunque no vio a nadie, solamente las sombras de los árboles centenarios, que se alargaban cada vez más. Sin embargo, la sensación de que alguien los estaba vigilando no se disipaba.
Avanzó despacio, en silencio, dejando atrás a sus compañeros, tras susurrarles que se quedaran donde estaban. Tras un rato caminando, finalmente distinguió una figura. Una persona esbelta, delgada, de rápidos movimientos ligeros, apenas visible entre los árboles.
Era un ælv, un rebelde.
Rynor levantó su acero y preparó su escudo. Sentía una mezcla de fascinación y temor. Sabía que los ælvs de Gesara podían confundirse con las sombras, moverse tan sigilosamente que podían desaparecer sin dejar un solo rastro. Este en particular no intentó huir, simplemente lo miraba desde la sombra, su rostro oculto por una capucha de suave tela. Su piel pálida y sus brillantes ojos reflejaban la luz de la luna y eran como dos estrellas más del cielo.
—Si vienes a matarme, hazlo ahora, soldado Imperial —dijo el joven ælv, con una voz que sonaba al viento moviendo las hojas un día de otoño.
Rynor parpadeó, confuso ante la forma tranquila en que pronunció esas palabras. Bajó su arma, aunque mantuvo la distancia.
—¿Por qué no huyes? —preguntó, extrañado y en voz baja, sin entender por qué aquel ser seguía ahí, mirándolo de esa forma.
El ælv sonrió sutilmente, un gesto que no casaba con la tensión del momento. El día anterior se libró una gran batalla entre los árboles, y ambos bandos sufrieron muchas bajas. La guerra contra los ælvs se había vuelto muy cruenta. Y ahí estaba él, de pie, tranquilo y sonriendo. La luna iluminó un mechón de su largo cabello, liso y plateado.
—Porque estoy harto de huir, y tal vez... también de odiar —respondió, acercándose lentamente hacia Rynor.
El soldado sintió cómo su pecho se tensaba. Había escuchado leyendas sobre los ælvs, rumores sobre su magia o su resistencia, incluso sobre su belleza, pero nunca había visto uno de cerca sin armadura y una furia asesina que lo hiciera moverse rápido y con maestría en batalla. Él no, este era otro hombre, tranquilo, curioso, hermoso. Rynor identificó la humanidad oculta tras su piel pálida y aquellos ojos antiguos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el capitán, incapaz de ignorar la curiosidad que se había formado en su interior.
—Me llaman Aster —dijo el ælv, sus palabras poco más que un susurro—. Y tú, soldado Imperial, ¿cuál es tu nombre?
—Rynor —respondió, intentando sonar firme, aunque él mismo se sorprendió de la suavidad de sus palabras—. Capitán Rynor, del Imperio.
Los dos hombres se quedaron callados, ya uno frente al otro, contemplándose. La guerra, el odio, el olor a sangre, los gritos... todo parecía un sueño lejano aquella noche, algo que nunca había pasado, ahora solo existían la brisa, los grillos, la luna y ellos dos, respirando despacio.
Con un gesto lento y suave, Aster levantó la mano, rozando como por casualidad el escudo de Rynor, como midiendo la distancia que los separaba. Sus dedos se quedaron a un centímetro del metal, sin tocarlo.
—No tenemos por qué luchar esta noche, capitán Rynor del Imperio —dijo Aster—. En ocasiones, creo que nuestros pueblos han olvidado lo que es la paz.
Las palabras se clavaron en el pecho de Rynor. Sabía que la guerra contra los ælvs había durado ya décadas, puede que incluso siglos, pero en ese momento, esa noche iluminada y tranquila, todo parecía desvanecerse.
—Yo... también estoy cansado —suspiró Rynor—. Tampoco quiero luchar —dijo suspirando, al tiempo que dejaba caer los brazos y soltando su espada y su escudo, que emitieron un ruido sordo al impactar contra el suelo.
Aster volvió a sonreír suavemente y, demostrando una confianza desconocida para Rynor, dio un paso más. Sus manos, suaves y delgadas, frías, se posaron sobre las de Rynor. El soldado se estremeció. Era la primera vez que el capitán tocaba a un ælv, y la sensación le pareció embriagadora.
—¿Por qué te quedaste? Pudiste escapar —insistió Rynor en voz baja.
Aster bajó la mirada, sin soltar las manos de Rynor.
—Porque a veces me canso de las sombras. He visto la luz de la luna y de las estrellas, y quería saber si tal vez en el corazón de un humano, de un soldado Imperial, había algo de esa luz —susurró, levantando lentamente la mirada hasta centrarla en los ojos de Rynor.
El soldado sintió que alfo dentro de él se rompía, una barrera invisible, un muro que lo había aislado durante años. De pronto, comprendió que aquel ælv lo atraía, algo que ponía en entredicho todo lo que había aprendido sobre su raza, el Imperio, el odio y la guerra.
Permanecieron juntos en aquel claro, iluminados por la luz de la luna, que daba a la escena una sensación mágica, irreal, sus sombras entrelazándose en la oscuridad, anticipando lo que iba a ocurrir. Aster se acercó aún más, tanto que Rynor captó su suave aliento, frío, un aire que olía a tierra y a bosque, a Gesara.
—Rynor... —susurró Aster, saboreando el sonido de su nombre, como si se tratase de una de esas antiguas melodías de su pueblo —. Espero que no me olvides nunca, aunque el mundo nos quiera separar.
Antes de que Rynor pudiera reaccionar, Aster se inclinó, y rozó sus labios en un beso dulce y suave. Fue breve, pero impactante, como una promesa que trascendía todo tipo de palabras. Fue un instante maravilloso, en el que el odio, la guerra y la violencia no existían, solo ellos dos, como dos brillantes estrellas en el cielo, ajenas a todo lo que ocurría allá abajo.
Cuando Rynor abrió los ojos, Aster ya se había marchado, mezclándose entre las sombras de los árboles, dejando atrás solamente un eco de su presencia.
Rynor volvió al campamento sin decir una sola palabra de lo ocurrido. Guardó aquel encuentro en su memoria, atesorando cada segundo de esa noche en lo más profundo y seguro de su corazón. Sabía que no podía explicarle a nadie lo que había sentido, no en un Imperio que despreciaba a los ælvs, no entre soldados que solo entendían el idioma de la violencia y el odio.
Sin embargo, cada vez que miraba al cielo nocturno, con las estrellas observándolo desde arriba, recordaba a Aster, su voz como el murmullo de un riachuelo, su beso como un rayo de luna en la oscuridad. Supo que, aunque sus caminos se alejaran, ese momento les pertenecía, un lazo invisible e inquebrantable que los uniría a través del tiempo.
Y mientras la guerra continuaba, Rynor supo también que, en alguna parte de Gesara, oculto entre las sombras de árboles centenarios, había un ælv que miraba a las estrellas como él, y recordaba como él, compartiendo ese momento. Un rebelde que había dejado una marca en el corazón de un soldado Imperial, un eco de amor prohibido en las sombras de Nalinia.
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