Aelir se deslizó silenciosamente entre las sombras de la callejuela, la capa que le cubría le ocultaba el rostro y, lo más importante, las orejas puntiagudas. Era de noche y las luces de la ciudad eran bajas y parpadeantes, pero a él eso le sobraba. Los ojos de los suyos, los ælvs, se habían adaptado a ver en la penumbra, y ahora, bajo la oscura capucha de tela, Aelir observaba cada detalle, por pequeño que fuese, atento al resonar de cada paso, al chasquido de cada puerta y a cada susurro que llegara a sus oídos.
El mercado estaba prácticamente vacío a esta hora de la noche, y solo quedaban algunos vendedores que, bostezando de sueño y cansancio tras un día duro de trabajo, cerraban sus puestos o contaban las ganancias del día. Aelir observó a un hombre que guardaba algunas monedas en una pequeña bolsa, distraído. El instinto de supervivencia del muchacho lo impulsó a acercarse a él, y, antes de que el comerciante pudiera caer en la cuenta, Aelir ya estaba un par de calles más allá con su bolsa, contando las monedas a oscuras mientras corría.
Sentía la adrenalina burbujeando en sus venas. Hojarroja era una ciudad laberíntica, enorme, llena de callejones. Era un terreno que conocía muy bien, y había aprendido a recorrerlo con la precisión de un depredador. Pero Aelir no era tonto; él era poco menos que una presa en este lugar, un ælvs viviendo entre humanos que repudiaban a su raza, que oprimían a su pueblo y los perseguían en una guerra absurda de la que nadie recordaba el origen.
Las historias de su pueblo en las tierras del norte de Nalinia, en Gesara, eran solo cuentos olvidados. Ahora, en esta ciudad de piedra y sombras, Aelir no era más que un ladronzuelo invisible, un intruso en un mundo hostil, en el que no tenía lugar.
Entró en una especie de refugio oculto tras una bodega abandonada, donde otros mendigos, rateros y criminales de todo tipo solían refugiarse cuando llovía o nevaba en Hojarroja. Aelir no tenía ningún amigo, solamente existían rostros que iban y venían, igual que él. Era mejor así. La mayoría eran humanos que lo miraban de reojo, con desconfianza, pero él siempre mantenía su capucha ceñida, la mirada en el suelo y la boca cerrada.
Al sentarse, apoyando la espalda sobre la fría pared, volvió a contar las monedas de la bolsa. Pasó el pulgar por las caras de una de ellas, siguiendo con la punta la forma de la flor que había grabada en la superficie. No eran muchas monedas, pero bastarían para comprar un poco de pan y tal vez, si tenía suerte, algo de queso casi en mal estado.
Las monedas captaban los destellos de una vela encendida un poco más allá, pero en el interior de Aelir solo había oscuridad. ¿Cuánto tiempo más podría seguir así, oculto y sin identidad, huyendo por el mero hecho de existir, pero sin poder salir de la ciudad? El exterior era todavía más peligroso y, si quería sobrevivir, no le quedaba otra que seguir robando y malcomiendo, al menos por el momento.
Mientras sus dedos jugueteaban con las monedas, sintió cómo unos ojos se clavaban en él. Levantó la vista y vio a otro muchacho humano que lo miraba desde el otro lado de la estancia, con los ojos llenos de curiosidad, incluso algo de miedo. El rostro del niño estaba sucio, como los de todos allí, y podían verse heridas y cicatrices en diferentes partes de su cuerpo y su cara, algo habitual cuando las palizas de los guardias de la ciudad estaban casi a la orden del día.
—¿Tú quién eres? —, preguntó el niño sin levantar la voz ni apartar la mirada.
Aelir dudó unos instantes, pero respondió con la mentira que más veces había repetido:
—Solo estoy de paso, nada más.
El niño giró al cabeza y frunció el ceño, pero no quiso insistir más. Para los habitantes de la capital, un forastero solía ser un sinónimo de problemas, pero un extraño sin rostro era algo más intrigante aún. Aelir bajó la mirada y se concentró en su botín. Sentía la tela sobre sus orejas puntiagudas, como un recordatorio de que él nunca pertenecería allí, ni siquiera entre los mendigos y los criminales.
Al amanecer, Aelir salió de su escondite y se mezcló entre la gente que llenaba las calles de Hojarroja. A su alrededor, los mercaderes gritaban las ofertas del día y el olor del pan recién horneado llenaba el ambiente, algunos artistas callejeros tocaban un instrumento y las conversaciones de la gente formaban un barullo incomprensible que duraría todo el día. Se sentía invisible entre el bullicio, uno más en una marea de personas y rostros sin nombre. Pero Aelir sabía que solo hacía falta un paso en falso, un error tonto, una palabra mal dicha o cualquier descuido, y su farsa se vendría abajo. Los humanos podían aceptar muchas cosas, pero nunca un ladrón que además era un ælv.
Observó a una mujer de aspecto noble que discutía con un vendedor acerca del precio de una botella de vino. Antes de que nadie pudiera darse cuenta, Aelir se deslizó entre las piernas de la gente y, con un veloz movimiento y su destreza innata, cogió el pañuelo bordado que colgaba del bolso de la mujer. Nadie notó su actuación, y antes de que ella se percatara de la pérdida, Aelir ya había desaparecido entre la multitud, orgulloso de su pequeño botín.
Sin embargo, la tranquilidad y la satisfacción de su huida fueron interrumpidas de pronto cuando una mano firme se posó en su hombro, agarrándole con fuerza. Se giró para encontrarse de cara con el rostro de un guardia de la ciudad, que lo miraba con frialdad y dureza. Arrastrándolo hacia un rincón apartado, le preguntó:
—¿Qué escondes bajo esa capucha, muchacho?
Aelir sintió cómo su corazón se aceleraba y su sangre se helaba. Sabía que, si el guardia llegaba a verle las orejas, no tendría adónde ir y todo habría terminado. A los ladronzuelos como él solían darles una paliza y hasta la siguiente, pero Aelir era un ælv, con él no tendrían tanto tacto. Para los guardias, y para casi cualquier humano, un ælv era culpable del simple hecho de existir, y su crimen se pagaba a menudo con la muerte.
—¡Por favor! —, lloriqueó, esforzándose por sonar asustado y patético —. No he hecho nada, señor. Solo busco trabajo, y algo de comer...
El guardia lo miró con una mezcla de desprecio y desconfianza, y dibujó una sonrisa burlona. Después de unos momentos, empujó a Aelir, haciendo que se tropezara hacia atrás.
—Desaparece de mi vista, no quieras que cambie de opinión, muchacho —dijo el guardia, marchándose con una risa burlona.
Aelir respiró aliviado, notando cómo el nerviosismo lo abandonaba poco a poco. Había corrido un riesgo innecesario, y lo sabía. Con el pañuelo de la mujer en la mano, se prometió a si mismo que no volvería a tentar a la suerte. Al meno no hasta que las calles estuvieran más tranquilas.
Esa noche, mientras descansaba en otro escondite, Aelir sintió un vacío en su interior, una extraña tristeza que no pudo ignorar. Pensó en las historias que su madre le explicaba sobre Gesara, cuentos sobre árboles antiguos que se alzaban enormes hacia el cielo, como guardianes centenarios de su pueblo, sobre la música de su gente, los cánticos que resonaban en los bosques como ecos de tiempos pasados. Pero aquí, en las ciudades humanas, esos recuerdos no existían, y su voz, lejos de cantar, solo era un murmullo silencioso.
Decidió que haría algo más que robar y esconderse. Se escabulló al amparo de la noche, iluminado solo por la luz de la luna, y se dirigió al templo de los Primeros Elementales, un lugar que los humanos utilizaban para rezar, pero que para un ælv como Aelir era un lugar que visitaba con indiferencia y desprecio. Esperó unos minutos escondido para asegurarse de que no había nadie y, oculto entre las sombras se ciñó su capucha y comenzó a tallar en la piedra un símbolo arcano, antiguo y cargado de significado, que solo los ælvs conocían.
Era el símbolo de su hogar, de Gesara, de su gente. Era una señal que él mismo reconocería y que quizá algún otro ælv oculto en las calles de Hojarroja vería algún día, un recordatorio de que los ælvs seguían ahí, y no estaban solos, resistiendo en las sombras. Aelir talló el símbolo despacio, con paciencia y precisión, viendo cómo cada trazo daba forma a algo más que una simple imagen. Era su historia, la de su pueblo, la de una raza que había sido oprimida, relegada y olvidada, pero que latía con más vida que nunca.
Al amanecer, Aelir se alejó del templo de piedra, sabiendo que aunque su vida seguiría siendo una noche tras otra rodeado de gente sin rostro y robos en las calles, había dejado su marca. Era pequeño, insignificane para el enorme Imperio, pero para él, lo significaba todo.
El símbolo seguiría allí, en la piedra de un templo en las calles de Hojarroja, como una semilla de la que germinaría una resistencia oculta. Y, mientras caminaba con la cabeza gacha entre humanos, solo e invisible, Aelir supo que aunque el Imperio lo viera como una sombra en sus calles, él seguiría sobreviviendo, luchando y robando. Porque, después de todo, los ælvs nunca podrían ser erradicados del todo, y algún día recuperarían Nalinia.
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