El oscuro cielo sobre El Recordatorio estaba cubierto por una espesa neblina gris que no dejaba pasar ni un tímido rayo de sol. Acababa de empezar la temporada de lluvias, aunque esa niebla era demasiado densa, tanto que parecía un aviso, una especie de advertencia de los dioses.
Valmyr, un buscador de astinita experimentado, recordaba las historias que los ancianos habían contado desde que tenía uso de razón, los cuentos que usaban las viejas para asustar a los chiquillos cuando se portaban mal. Leyendas que se ocupaban de mantener a la gente alejada de este lugar recóndito y peligroso, más aún cuando el cielo se presentaba de esta manera. Las leyendas instaban a todo aquel incauto con intenciones de introducirse en el vasto desierto rodeado de montañas a darse la vuelta y pensárselo dos veces.
Pero Valmyr no se lo podía permitir, el Imperio pagaba bien estas incursiones, y no era la primera vez. Nalinia necesitaba astinita, y en El Recordatorio había mucha.
Valmyr descendía por las rocas resbaladizas a causa de la humedad, y observaba el suelo desolado y quebradizo a sus pies, desprovisto de vida. Por todas partes, a su alrededor, fragmentos de cristal se extendían como esquirlas congeladas en el suelo, emitiendo destellos fríos y opacos al aire, entre las rocas y las grietas. Algunos de esos fragmentos eran astinita: el mineral era reconocible por su aspecto brillante e iridiscente. Otros fragmentos eran un tipo de astinita más oscura, que se decía eran restos de Ang'shyus caídos o resultados de batallas contra estas criaturas. Valmyr no era supersticioso, se consideraba un hombre estudioso incluso, pero al ver los fragmentos de cristal desperdigados por el suelo sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda.
El aire se tornaba más pesado a medida que el buscapiedras se acercaba con paso inseguro al centro del enorme cráter. Un olor extraño flotaba a su alrededor, como a metal oxidado y a sal. El hombre avanzaba con una lámpara de cristal de astinita que proyectaba una luz multicolor, vibrante, casi con vida propia. Con cada paso que daba, la luz parecía bailar con jirones de niebla, formando en ocasiones sombras que parecían moverse en el borde de su visión.
Fue entonces cuando Valmyr, sobresaltado, divisó algo más allá: una figura delgada y erguida. Rápidamente apagó la lámpara y se escondió detrás de una roca, la respiración acelerada.
La extraña figura se acercó lentamente pero con decisión, su caminar tenía una gracia de otro mundo. Se trataba de una criatura salida de aquellas historias de las viejas de la aldea, era un Ang'shyu. Alto y delgado, como una rama caída de un viejo árbol, con la piel iridiscente y un rostro desprovisto de rasgos. A Valmyr le costaba respirar. Si las historias eran ciertas, la criatura tan solo necesitaba tocarle para acabar con él.
El Ang'shyu se detuvo a unos metros de él, olfateando el aire. Valmyr podía sentir cómo el frío congelaba hasta el tuétano de sus huesos, se le durmieron las extremidades y no pensaba con claridad. El suelo alrededor del Ang'shyu comenzó a cubrirse de una especie de escarcha pálida, que poco a poco se fue extendiendo por la zona. El ser de otro mundo extendió un brazo y, en un movimiento solemne, colocó un fragmento de astinita oscura en el suelo justo antes de disolverse en la niebla emitiendo un zumbido que resonó en el aire.
Confuso, Valmyr observó quieto el fragmento de cristal que había colocado la criatura. Igual que los otros fragmentos que había visto un rato antes, no se trataba de astinita, sino de esa variante más oscura que le puso los pelos de punta. Era casi negra, ahora que la miraba con más detenimiento, y en lugar de reflejar la luz parecía absorberla. No podía dejar de mirarla, y ese dichoso zumbido aún reverberaba en su mente, un murmullo que parecía surgir del fragmento de cristal.
En un impulso inexplicable, Valmyr estiró el brazo medio adormecido, y tocó el oscuro cristal. Al instante, en su mente brotaron imágenes fugaces: ruinas antiguas, rostros deformados en muecas de sufrimiento y dolor, chillidos de horror ahogados en el vacío...
Sacudió la cabeza, tratando de liberarse de lo que parecía un sueño espantoso, pero el susurro persistía. "Valmyr…", decía, repitiendo su nombre una y otra vez, lentamente, con una cadencia casi musical. El buscapiedras tragó saliva y guardó el fragmento en su bolsa, envuelto en un trozo de tela y bien atado con un cordón. Estaba seguro de haber encontrado algo de gran importancia, algo por lo que el Imperio seguramente estuviera dispuesto a pagar algo más que unas monedas.
Los susurros y las sombras acompañaron a Valmyr en un camino de vuelta al campamento digno de una pesadilla. Sentía que le seguían, que el rostro sin facciones de la criatura miraba a lo más profundo de su alma, desde la neblina, siempre oculto. Finalmente supo que llegó a su destino cuando vio las tiendas de campaña del Imperio.
En el campamento base esperaba un grupo de guardias del Imperio, además del resto de buscapiedras. Loryk, el capitán de los guardias, un hombre robusto con la cara surcada de cicatrices y mirada apagada, se acercó a hablar con él.
—¿Traes material suficiente? —preguntó el capitán mirando la bolsa de Valmyr, prácticamente vacía.
Valmyr asintió y rebuscó entre algunos cristales un paquete envuelto en tela y anudado con un cordón. Se lo mostró a Loryk sin entregárselo.
—Encontré esto. No es astinita, aunque se le parece. Es algo...ancestral. Casi podría decirse que está...vivo —. Esta última parte la susurró, inclinándose hacia delante, con miedo. Sus palabras parecían proféticas, lo sabía. Y le aterraba.
Abrió el paquete para que Loryk lo viera con sus propios ojos. El capitán extendió la mano para cogerlo, pero al tocar el cristal, Valmyr vio cómo las pupilas del soldado se dilataron y su respiración se entrecortó. El terror se reflejó en su cara momentos antes de retirar la mano como si el oscuro cristal estuviera al rojo vivo.
—No hables de esto a nadie, ¿entendido? —, ordenó el capitán, recuperando la compostura, aunque con un ligero temblor en la voz, imitado por sus dedos—. Vuelve al campamento y descansa. Yo... —, dudó—. Yo me encargaré de todo.
Valmyr obedeció y fue a su tienda. Se acostó pero apenas pudo dormir aquella noche, acosado por pesadillas, sombras y susurros. En sus sueños, el Ang'shyu le observaba desde lejos, su rostro vacío y sus ojos inexistentes sondeando su interior.
Al amanecer, Valmyr despertó con una agobiante sensación de vacío agarrada al pecho. Todo el campamento se había vaciado, estaba completamente solo. Se puso la ropa a todo correr, y salió a la intemperie, esperando encontrar a sus compañeros. No había rastro de ellos, ni de los soldados, ni siquiera del capitán Loryk. La ansiedad se apoderó de él. ¿Lo habían abandonado a su suerte? ¿Tendría esto algo que ver con el cristal?
Decidió regresar al punto donde encontró el fragmento de cristal, convencido de que había ocurrido algo horroroso. De camino, vio una serie de huellas en el suelo, rodeadas de escarcha, que se adentraban en el desierto de El Recordatorio. Decidido, se dispuso a seguirlas hasta llegar a una zona donde varios cuerpos sin vida yacían esparcidos, entre ellos el del capitán Loryk.
Expresiones de horror absoluto habían quedado congeladas en sus rostros, y de los cadáveres emanaban pequeños cristales oscuros, idénticos al que encontrara Valmyr la tarde anterior.
Sintió cómo la temperatura descendía bruscamente, y entonces lo comprendió. Despertó algo en ese cráter, en mitad de ese desierto muerto. Algo para lo que ni siquiera el Imperio estaba preparado.
Antes de reaccionar, otro Ang'shyu emergió de la densa niebla, acercándose a él con paso lento. Valmyr no corrió, el cansancio era demasiado grande, y él estaba demasiado asustado. Sabía que aquel ser era mucho más que una simple amenaza: era un aviso. Un recordatorio de que los humanos estaban entrando en terrenos que les eran prohibidos.
El ser se detuvo frente a él y estiró el brazo, la palma de la mano hacia arriba. Valmyr, sin dejar de mirarle, sacó el cristal de su bolsa, y lo colocó en la enorme manaza. En cuanto el cristal entró en contacto con la piel iridiscente, brilló con intensidad, proyectando sombras y luces hacia la niebla. Los susurros, ya familiares para Valmyr, llenaron el aire ocultándose y emergiendo de entre la neblina. Miles de voces hablaban a la vez.
La criatura retiró su mano, y una paz tranquilizadora se apoderó del buscador. Las sombras desaparecieron, la neblina se fue volviendo menos densa y las voces callaron gradualmente. Valmyr miró alrededor, no quedaba nada ni nadie, solo el extenso desierto hasta las montañas.
Se quedó a solas, con el cristal todavía en su bolsa, y una certeza aterradora en su alma. Nadie sabría nunca más de él. Nadie sabría que El Recordatorio había reclamado las almas de sus intrusos... y que pronto reclamaría a toda Nalinia.
Días después, el Imperio envió una expedición de rescate, pero nadie encontró rastro de los buscapiedras, ni de los guardias o de Loryk, ni de Valmyr. Solo encontraron el desierto cubierto de una niebla gris y densa. En el suelo, unas oscuras esquirlas de cristal brillaban débilmente, esperando pacientemente al siguiente incauto que osara despertar sus oscuros secretos.
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