lunes, 23 de diciembre de 2024

La Máscara Perfecta

Edrin caminaba elegantemente entre los invitados llevando una bandeja de copas en perfecto equilibro sobre la palma de su mano. El baile de aquella noche en la mansión de los D'orn era una de las más esperadas del año, y la nobleza de todas partes del Imperio había venido, preparada para pavonearse, cerrar pactos y conspirar a partes iguales. También bailarían, comerían y beberían. El barullo que formaban las voces de los invitados, acompañado de risas y discursos interminables en forma de brindis, llenaba el gran salón con un incesante murmullo.

Edrin había trabajado en este tipo de eventos durante años, y con el paso del tiempo había entrenado una habilidad fundamental para sobrevivir entre la alta sociedad humana: la de pasar desapercibido. Caminaba con la espalda recta y los hombros hacia atrás, hablaba con un acento que no tenía nada que envidiar al de los sirvientes nacidos en el Imperio y, lo más importante de todo, mantenía siempre sus orejas puntiagudas ocultas con el pelo, que imitaba convenientemente el peinado de moda en el Imperio. Ni una sola persona en esa sala sospecharía que se trataba de un ælv, tan despreciados como temidos entre los nobles a los que servía copas en aquel momento.

Pasó junto a un grupo que hablaba al volumen que confieren dos o tres copas de más, y captó un fragmento de la conversación.

—Dicen que ælvs de Gesara están volviéndose a organizar —decía un hombre de barba cana y expresión seria—. Esos revoltosos nunca van a aprender qué lugar les corresponde. Si no fuera por la generosidad del Imperio... 

Edrin escuchaba en silencio, su cara una máscara perfecta, mientras el hombre seguía con su monólogo, lleno de desprecio y odio. Las palabras se le clavaban en el pecho como agujas, pero Edrin se mantuvo en calma, inclinando la cabeza y ofreciendo más bebida al grupo.

—¿Escuchas, muchacho? —dijo el noble, mirándole a la cara y haciendo un gesto con la mano para que se acercara a él—. Imagino que, teniendo la suerte de trabajar aquí, entiendes lo estúpido de las ideas y pensamientos que surgen en Gesara mientras hablamos.

Edrin forzó una sonrisa educada.

—Por supuesto, señor —Su voz era suave, correcta, sin trazas del acento de los de su tierra—. Es un honor servir a la gente... civilizada.

La última palabra tardó un instante en salir de su boca, como si le costara un esfuerzo enorme decirla. Los nobles se rieron, aprobando su comentario, y Edrin reprimió un suspiro de alivio cuando volvieron a su conversación y le ignoraron de nuevo. Se alejó con presteza, recordando mantener una postura correcta y un ritmo adecuado al caminar, pero los dedos le temblaban. No era algo nuevo para él, siempre tenía que escuchar ese tipo de opiniones, y sabía que seguiría pasando. Había aprendido a soportar los comentarios, a ocultar el resentimiento y a parecer un sirviente impecable más.

En otro rincón del salón, Lady Mereth D'orn, la anfitriona de la fiesta, lo llamó con la condescendencia que los nobles enarbolan con tanto orgullo, sabiéndose dueños de todo, y de todos. Su sonrisa altiva, la mano agitándose haciendo sonar los anillos, la mirada... aquella mirada.

—Edrin, querido, acércate un momento. Necesito que lleves esta bebida al vizconde Tavrin, y que nadie más se acerque a su vino, asegúrate, muchacho. Sabes lo maniático que se pone si tocan sus cosas, más aún si están rellenas de vino —dijo, riéndose de forma estridente, la luz de las velas arrancando destellos de su diadema nueva, hecha de pequeños cristales de astinita.

Edrin bajó la cabeza, cogiendo la copa con sumo cuidado.

—Por supuesto, mi señora. Enseguida.

Expresión neutral, movimientos precisos, rápidos y suaves. Edrin se alejó de Lady D'orn, sintiendo cómo la mirada de la mujer se clavaba en su espalda. Mereth era una de las pocas personas de aquel entorno que le prestaba atención. El ælv nunca estaba seguro de si sospechaba algo o simplemente le juzgaba como acostumbraban a hacer los de la clase alta. Lo que sí sabía es que siempre lo observaba de manera incómoda, analizándolo, como si escudriñara su rostro para encontrar una grieta invisible en su máscara.

Mientras se dirigía a donde estaba el vizconde, pasó otra vez junto al grupo de antes, que seguía hablando de las subrevaciones en Gesara, esta vez mucho más acalorados. Debatían cuál era la mejor manera de oprimir a su pueblo, y parecía haber dos posiciones diferenciadas: Unos opinaban que los suyos sería útiles como esclavos, al tiempo que otros, mucho más tradicionales, preferían exterminarlos directamente.

—¿Sabías que los ælvs ahora están atrapando a soldados y nobles de las tierras que intentan ocupar, y los utilizan como sirvientes? —dijo una mujer con voz chillona—. Qué ridículo, ¿cómo va a ser eso? Es solo cuestión de tiempo que se cuelen entre nosotros, aquí en la capital. No se puede permitir.

—Oh, querida, ya lo están haciendo —dijo otro hombre, bajito y con un bigote encerado en una forma absurda —. Solo que no lo notamos, están demasiado ocupados poniéndose de rodillas ante nosotros —dijo, con una risa maliciosa al tiempo que bebía de su copa.

Edrin tuvo que esforzarse para que no se le cayera la copa. El corazón le sonaba en los oídos como un tambor, pero lo ignoró. Sabía que si reaccionaba de cualquier manera se consideraría inapropiada, y sería lo último que hiciera en aquella mansión.

Llegó junto al vizconde, que tomó la copa sin apenas mirarlo, y emitió un susurro que parecía decir "gracias" de forma distraída. Edrin inclinó al cabeza, mirando al pomposo vizconde, observando como su expresión cambiaba drásticamente cuando el tema de conversación volvió a ser Gesara y los rebeldes. Las palabras, afiladas como cuchillos, volaban de un lado a otro, como un espectáculo de malabaristas de odio.

—Esos malnacidos deberían agradecernos que les dejemos vivir en nuestras tierras —decía el vizconde, arrastrando las letras en una clara demostración de su embriaguez.

Edrin volvió a sentir esa punzada de rabia recorrerle la espalda, y en un impulso, miró al vizconde y pensó en todas las palabras e insultos que había oído aquella noche. Fue un instante de debilidad, un destello de odio en sus ojos, que pareció reflejarse en la copa de Tavrin.

Rápidamente miró hacia otro lado, recordando el papel que representaba. Aún así, el vizconde pareció notar algo, y lo miró frunciendo el ceño.

—¿Algo que quieras añadir, sirviente? —preguntó el hombre, remarcando la última palabra, llenando la pregunta de sarcasmo.

Edrin sonrió, mirando al suelo, fingiendo humildad.

—Nada, señor. 

El vizconde se quedó mirándolo unos segundos que a Edrin le parecieron eternos. Luego soltó una risotada despectiva.

—Bien, así me gusta.

Edrin asintió mientras se alejaba otra vez. Su máscara seguía intacta, pero se permitió un minúsculo acto de rebeldía: mientras se acercaba a la cocina dejó escapar un leve susurro, que nadie más pudo oír.

—Al menos yo tengo el poder de elegir qué máscara ponerme.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Baladas de un Bardo Miserable

 —Una canción es lo que quieres, ¿no? —dijo riendo Lothar el Melodioso (un mote que insistía en ponerse, aunque nadie lo llamaba así excepto él mismo), mientras se echaba hacia atrás en la silla de la taberna con una mueca de orgullo. El Hacha y la Sed era una taberna bastante acogedora, si por acogedora entiendes un sitio con fino aroma a sudor rancio mezclado con tintes de cebolla pasada y algunas notas de vómito reseco.

El público, por llamarlo de alguna manera, lo observaba con ojos aburridos y vidriosas miradas de borrachos, y el dueño le lanzó un gesto de advertencia desde la barra. Lothar comprendió: o se ponía a cantar de una vez, o se quedaba sin cena.

—¡Vale, vale! A petición del respetable público —anunció, aunque nadie había pedido nada—, hoy traigo una canción de amor, una balada sobre traiciones y... —buscó una última palabra suficientemente interesante—, ¡muerte! Eso, muerte. Una historia sobre un héroe perdido que cayó en combate.

Los borrachos alzaron las cejas y los aburridos bostezaron, reacciones muy expresivas en un lugar como aquel. Lothar se aclaró la garganta y empezó a cantar.

Era un noble y valiente caballero,

que de amor se enfermó (y por dinero),

mientras su amada le hacía un manto,

él caía... como un tonto en un... ¿pantano?

La rima era... cuestionable, pero Lothar se dio el lujo de sonreir mientras sus dedos pasaban por las cuerdas del laúd, haciendo sonar un acorde que aprendió hacía tres tabernas. La gente lo miraba sin mucha emoción, excepto por una mujer en la esquina, que directamente parecía enfurecida.

Lothar siempre quiso ser músico, una figura que adoraba y admiraba desde bien pequeño. Dedicó su vida a perseguir su sueño, pero pronto se dio cuenta de que la vida de un bardo no era tan maravillosa y glamurosa como le había parecido. Sí, algunos días podía disfrutar de un vino barato y puede que hasta de una cena casi caliente, pero casi siempre se veía a sí mismo mendigando aplausos o intentando no congelarse en un callejón oscuro. Aquella noche su plan era sencillo: divertir y entretener a la clientela lo suficiente como para que alguien le pagara una ronda. Así que continuó:

Pero el caballero no era muy listo, 

pues al ver a su amada, loquito de amor,

tropieza y cae, ¡oh, qué despiste!

y terminó clavando su culo en una flor.

¿Fue aquello una risa? Quizá el hipo de alguien que se encontraba a tres jarras de distancia de la sobriedad. Sin embargo, Lothar decidió interpretarlo como una risa, y se creció.

—Vamos, muchachos, ¡no me iréis a decir que nunca habéis tenido un desafortunado accidente! —exclamó, mirando de reojo al dueño de la taberna, que lo observaba con la paciencia de quien ha soltado a tres ratas y cuatro gatos en una cocina.

La mujer de la esquina, su rostro rojo de rabia (o a causa del vino), se puso de pie y lo interrumpió a gritos.

—¿Esto es entretenimiento? ¿Alguien que se tropieza... por amor? —dijo ella, cruzándose de brazos y lanzándole una mirada afilada que Lothar pudo esquivar a duras penas.

Le dedicó una sonrisa fingida, intentando parecer alguien que sabía muhco mejor que él lo que estaba haciendo, aunque era verdad que la gente empezaba a hastiarse de él, lo notaba.

—Señora, no todos los héroes terminan bien —replicó, con la voz cargada de una falsa melancolía—. Después de todo, un requisito para que hagan una canción sobre un héroe, es que éste muera. Si no, no son tan divertidas.

La mujer se quedó mirándole, evaluándolo, y en la taberna se hizo un silencio. Entonces, una carcajada genuina salió a borbotones de un hombre borracho junto a la chimenea.

—¡Eso es! ¡Cuanto más tonto sea el héroe, mejor es la balada! —exclamó, al tiempo que golpeaba la mesa con tanta fuerza que casi tira su preciada cerveza.

Animado por esta exagerada reacción, Lothar intentó improvisar una nueva historia, una que —según él— sería suficientemente interesante para mantener la atención del público, pero tan absurda que no se la tomarían en serio.

Un mago se enamoró de una dama, 

una de esas difíciles de domar. 

Y al invocar sus conjuros de llama, 

la pobre quedó chamuscada sin más.

Las risas surgieron como florecillas silvestres en primavera, poco a poco. Lothar suspiró de alivio. Al menos, si iban a echarlo del lugar, que lo hicieran entre risas. Parecía que los borrachos y los aburridos por fin le prestaban atención.

—¡Cuenta otra, bardo! —dijo un hombre desde el fondo —. ¿Tienes una de ogros?

Lothar se rio e inclinó la cabeza.

—Claro que sí. Es una historia sobre un ogro que, lo que tenía de grande lo tenía de bobo. Le llamaban Gorn el Grande... pero después de un malentendido con una soga y una vaca, empezaron a llamarlo Gorn el Torpe. Lo que yo llamo "un día de borrachera normal para Lothar el Melodioso".

La taberna estalló en risas y, mientras se aseguraba de no perder su cena, Lothar se dedicó a seguir contando cuentos, cada uno más absurdo y tonto que el anterior, improvisando canciones sobre héroes ridículos, caballeros que cecean y magos cuya magia se descontrolaba.

Según fue avanzando la noche, Lothar se dio cuenta de algo: aunque todo el mundo aplaudía y reía, la paga era mínima y no había rastro de la cena. Decidió que era el momento de un último número.

—Muy bien, amigos. Antes de irme dejad que os cuente la última verdad de mi vida —dijo, muy serio, fingiendo una tristeza profunda, y todo el mundo calló—. ¿Sabéis cual es la maldición de un bardo como yo?

El público lo observaba expectante, incluido el dueño de la taberna, que había terminado por meterse en las historias tanto como los borrachos, los aburridos y la mujer enfurecida de la esquina. 

—La maldición de Lothar el Melodioso es... —hizo una pausa dramática y miró su jarra llena de aire— ...que después de tres horas de historias, canciones, poesía y risas... ¡aún no he cenado ni un bocado!

Las risas llenaron el lugar, fueron suficientemente atronadoras como para que el dueño, algo molesto por esta pequeña humillación pública, pero riéndose, finalmente le diera una palmada en el hombro y le hiciera un gesto en dirección a la cocina. Satisfecho, Lothar guardó su laúd, se dirigió hacia el banquete prometido y lanzó unas últimas palabras de despedida:

—¡Recordad, amigos! La vida es corta y cruel, así que mejor reíros de ella, antes de que ella se ría de vosotros. ¡Hasta otra!

lunes, 9 de diciembre de 2024

La Cosecha Oscura

 Apenas estaba amaneciendo, el sol asomándose por el horizonte, cuando Marla salió de su pequeña cabaña de madera. Observó el campo de trigo que se extendía frente a ella, meciéndose con la suave brisa. Las tierras cercanas a Bosqueterno eran muy fértiles, la vida bullía en ellas, y los aldeanos siempre habían creído que era todo gracias a las bendiciones que los druidas habían invocado en el bosque hacía siglos. Los árboles de Bosqueterno eran excepcionalmente altos, y se alzaban oscuros a lo lejos, recortándose contra el cielo azul. Marla siempre sentía escalofríos al mirarlos, había algo en ellos, algo antiguo y arcano. Pero hoy la sensación era distinta.

Al caminar por el campo, notó una mancha oscura en el suelo, una franja donde el trigo se había podrido, y había dejado de crecer. Se puso de rodillas para comprobar el suelo, y metió los dedos en la tierra. La sintió extrañamente fría, y seca, como si la vida misma hubiera sido arrancada de aquel lugar.

—¿Qué está pasando? —susurró para sí misma, sintiendo cómo el vello se le ponía de punta.

El suelo de esa franja de tierra, árido y quebradizo, contrastaba enormemente con el resto de la granja, y de los alrededores. Marla había trabajado allí desde que tenía uso de razón, era la granja familiar, y jamás había visto algo así u oído historias al respecto. Aunque la proximidad a Bosqueterno siempre la había inquietado, como si una presencia silenciosa observara desde la distancia, como una especie de guardián, nunca había tenido esta sensación. Esto parecía una advertencia, un recordatorio de algo. Pero no tenía ni idea de qué.

Aquella noche, después de pasar el día trabajando como de costumbre, Marla se sentó frente a la chimenea para entrar en calor mientras descansaba, su mente ocupada en lo que había visto aquella mañana. Se dijo que comprobaría el terreno al alba, tal vez se tratase de algo temporal, o quizá el invierno empezaba pronto a afectar a sus cultivos...

Sin embargo, a medianoche, un sonido extraño y estridente la despertó de un agitado sueño. Era un sonido suave pero intenso, como el roce de un montón de hojas secas movidas por un fuerte viento en otoño, aunque con una cadencia antinatural. No hubiera sabido explicarlo. Marla se levantó de la cama, se puso su capa y cogió la lámpara de aceite, encendiéndola con manos temblorosas. Al salir, sus ojos se dirigieron al campo, siguiendo aquel extraño sonido que ahora sonaba como un gemido distante y patético, algo casi humano pero incomprensible.

Cuando llegó a la franja de tierra que tan inquieta la tenía, su lámpara iluminó una figura oscura, apenas visible, una silueta encorvada que caminaba lentamente entre los cultivos podridos. Un olor nauseabundo impregnaba el aire, haciéndolo denso y desagradable de respirar. Marla contuvo el aliento y se acercó con mucho cuidado. Vio que el suelo alrededor de la figura era todavía más árido y seco que antes, como si la criatura absorbiera todo remanente de vida que hubiera a su alrededor. Pudo ver cómo, en segundos, una planta moría y se secaba al contacto con aquel ser.

—¿Qu... quién anda ahí? —preguntó Marla, asustada, con la voz temblorosa y entrecortada.

La figura se detuvo y, muy despacio, giró al cabeza hacia ella. Lo que vio Marla en ese momento casi hace que se desmaye. Su mente empezó a dar vueltas y se sintió desorientada por unos momentos. Era un hombre, o lo que quedaba de él. Su piel era prácticamente translúcida, y su mirada se había vaciado, como si le hubieran arrancado el alma. Su cuerpo lo cubría una túnica hecha jirones, y en sus manos sostenía con mucho cuidado una ramita seca y delgada, torcida, como si fuera un símbolo de algo.

El casi-hombre miró a Marla a los ojos, y ella se estremeció, y habló.

—Bosqueterno... ha cambiado... —dijo, con una voz siseante y débil, como si cada palabra le doliera al pronunciarla, quitándole la poca energía de que disponía—. Las raíces... se retuercen y se mezclan, se pudren y se secan. El bosque... sufre.

Marla dio dos pasos hacia atrás, sintiendo un frío antinatural bajar por su espalda. La criatura parecía absorber la vida de su granja, y con cada paso que daba, el suelo se volvía gris, como de ceniza, desprovisto de todo atisbo de vida. La criatura se acercaba a Marla y ella, sin saber qué hacer, levantó la lámpara, rezando a Luz y a Vida para que la protegieran.

—No quiero problemas —murmuró—. Solo quiero cuidar de mi granja, ¿por qué estás aquí?

El ser no dio ninguna respuesta. Su mirada vacía se centró en ella, y un galimatías incomprensible se escapó de sus labios. Marla se dio cuenta entonces de que aunque la criatura movía los labios, la voz no provenía de su boca o sus pulmones, parecía ser transportada por un eco lejano de algún otro lugar.

—El bosque... —susurró, como si estuviera repitiendo una advertencia de alguien más —. Bosqueterno... ya no es lo que era.

Antes de que Marla pudiera decir una sola palabra más, aquella cosa se detuvo. Sus manos comenzaron a temblar, un temblor que poco a poco se extendió por todo su cuerpo, y en unos segundos todo él temblaba violentamente. Marla cerró los ojos de terror en el momento justo en que la criatura se empezó a desmoronar, convirtiéndose en un polvo gris parecido a la ceniza, que el viento esparció por todas partes. El campo quedó en silencio, y al temperatura descendió todavía más, como si el espíritu de aquella cosa se hubiera expandido en el aire.

Marla regresó a su cabaña, y no consiguió descansar en el resto de la noche, las palabras de aquella criatura repitiéndose en su mente, la imagen del ser deshaciéndose clavada en su retina. ¿Bosqueterno había cambiado? ¿A qué se refería? Sentía algo, algo oscuro y profundo, un presagio se apoderó de su alma.

Al amanecer volvió a salir al campo de trigo, esperando verlo todo cubierto de aquella extraña ceniza. Sin embargo, se llevó una sorpresa cuando vio que, en el lugar en el que la criatura había desaparecido, encontró una nueva planta, una que no había visto jamás. Se trataba de una flor de pétalos oscuros, casi negros, que parecían absorber la luz en lugar de reflejarla. La flor se alzaba en medio de la tierra muerta y quebradiza. 

Aún con el miedo agarrado a su pecho, Marla no pudo evitar sentir curiosidad y se acercó. Al tocar uno de sus pétalos, una visión se formó en su mente, una imagen tan realista que la hizo tropezar y caer hacia atrás, jadeando.

Vio las raíces de Bosqueterno retorcerse como había descrito aquella criatura de pesadilla, vio los árboles pudrirse y secarse hasta quebrarse, cayendo en mitad del bosque. Escuchó voces antiguas y oscuras que no entendió, y vio figuras moverse rápidamente entre la maleza, persiguiéndola, vigiándola en la oscuridad.

La visión se desvaneció, dejándola mareada y temblando. Marla miró la flor con desprecio y se apartó despacio. Aquella planta no era natural, era un aviso, una señal de que algo oscuro se estaba gestando en aquel antiguo bosque. Algo que amenazaba la vida misma del bosque, y fuera de él.

Marla decidió no trabajar en el cultivo afectado desde aquel día, y no se atrevió a volver a tocar la flor para arrancarla. Tampoco se acercó a tocar la tierra muerta y seca. Los rumores sobre el misterioso cambio de Bosqueterno se empezaron a extender entre los aldeanos, y algunos de ellos contaban cómo sus cultivos habían empezado a pudrirse sin explicación.

Desde aquella extraña noche, Marla nunca dejó de sentir que algo en el bosque la vigilaba, y cada vez que dirigía su mirada a los altos y oscuros árboles, hacia las sombras de Bosqueterno, sentía cómo éste le devolvía la mirada. Escuchaba una voz siseante en su mente, recordándole la advertencia de aquella criatura: Bosqueterno ha cambiado...

lunes, 2 de diciembre de 2024

Las Mareas del Engaño

La luna iluminaba el mar del este, arrancando destellos de las olas como si fueran cuchillas de plata que danzaban al ritmo de la marea. Kalor, un mercader curtido por décadas de trabajo en las aguas que enmarcaban Nalinia, miraba el horizonte desde la cubierta del Corazón de Sal. Aquella noche se dirigía hacia Puertoespecia, en el Mar de la Magia, una ciudad conocida por su comercio con especias y joyas de todo tipo. 

La nave avanzaba con lentitud, el viento hinchando las velas y la tripulación durmiendo o bebiendo en la bodega. Era una noche calmada, y aunque Kalor sabía que era una zona frecuentada por piratas, confiaba en su suerte y en que el tamaño modesto del Corazón de Sal haría que no fueran un blanco atractivo para los malhechores.

Pero la suerte, a veces, es caprichosa.

Un reflejo en la lejanía llamó su atención. Al entrecerrar los ojos, Kalor pudo observar la silueta de un oscuro barco, apenas visible bajo la plateada luz de la luna, y supo al momento lo que implicaba. Los piratas no dejaban pasar una noche como aquella, y al reconocer el emblema negro en la vela del otro barco, Kalor sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Conocía esos dibujos: eran los Serpientes de Esmeralda, una de las tripulaciones más temidas y violentas de todas las aguas del este.

Kalor no perdió tiempo y avisó a su tripulación, despertándoles con su rugido:

—¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Tenemos compañía!

Los marineros se apresuraron, pero el otro barco recortaba distancias rápidamente. Los piratas no tardaron en colocarse a su lado, y empezaron a lanzar ganchos y sogas para abordar el Corazón de Sal. Kalor sabía que su barco era más lento, así que huir no era una opción. 

La batalla parecía perdida desde el principio, pero Kalor tenía un as en la manga: su astucia.

Mientras sus hombres se armaban con lo que podían encontrar, Kalor se dirigió a la borda del barco y levantó los brazos, llamando la atención de los peligrosos piratas.

—¡Alto! —gritó, dirigiéndose al capitán del barco pirata. Era un hombre enorme y corpulento, con una barba negra desaliñada y grasienta, y una cicatriz que le cruzaba la cara en diagonal, dándole un aspecto muy amenazante.

—¿Vienes a suplicar por tu vida, mercader? —se rio el capitán pirata, cruzando los brazos en un gesto orgulloso—. No suelo hacer tratos con mis presas, estás en mis aguas y juegas con mis normas.

Kalor hizo lo que pudo para mantener la calma, aunque su corazón parecía querer salir huyendo.

—No, capitán. Vengo a ofrecerte algo mucho más valioso que nuestras vidas o nuestra carga —dijo, intentando sonar firme y seguro de sí mismo —. Mi barco no porta grandes riquezas, pero sí un mapa... uno que lleva al legendario tesoro de las Islas de la Bruma.

Se hizo un silencio, roto solamente por alguna risa tímida de los piratas, que no tomaron del todo en serio a Kalor. El capitán enemigo alzó una mano para mandarlos callar y levantó una ceja. Las Islas de la Bruma eran, en efecto, legendarias, tanto como peligrosas. Casi nadie se adentraba en esas aguas, ni siquiera los piratas más bravos. Se conocían por sus misterios y sus grandes riquezas, escondidas entre las rocas y las nieblas eternas. No todo el mundo creía en su existencia, pero sí habían escuchado las historias.

—¿Esperas que crea en cuentos de ancianas? —se mofó el capitán con sarcasmo afilado, aunque Kalor notó un destello de interés en sus ojos.

—Solo digo que si te llevas mi barco y a mi tripulación, podrías perder la oportunidad de comprobarlo por ti mismo. Puedo guiarte hasta las Islas... pero solo si aceptas liberarnos a cambio de mi ayuda —dijo Kalor, sabiendo que esta era su única posibilidad de escapar de una muerte segura.

El capitán de los piratas soltó una carcajada, como si hubiera oído el chiste más gracioso de la historia. Haciendo el gesto de secarse las lágrimas, bajó su espada y se acercó a la borda de su barco, mirando a Kalor con curiosidad, y algo divertido.

—A ver ese mapa —dijo entre dientes, con una sonrisa.

—Lo he estudiado con detenimiento, puedo mostrarte el rumbo sin necesidad de que te arriesgues a perderlo en un asalto. Mis hombres tienen órdenes de destruirlo si nos abordaban —mintió, intentando que sus palabras sonaran creíbles. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo sus hombres se miraban desconcertados al principio, para después hacer gestos de entendimiento, sabían lo que estaba haciendo su capitán, y harían lo que fuera por ayudarle —. Si nos atacáis, os llevaréis nuestra carga, nuestro barco y nuestras vidas. Pero también perderéis la oportunidad de encontrar el tesoro.

Uno de los hombres de Kalor se dirigió al camarote de su capitán.

—¡Alto ahí! —gritó el capitán de los piratas —. ¿Adónde va ese?

Kalor se giró y vio lo que intentaba.

—Se dirige a mi camarote, a por el mapa. Ya os lo he dicho —Kalor se estaba poniendo nervioso—, si nos atacáis, el mapa se perderá para siempre.

El capitán pirata consideró al situación. Al final, riendo, escupió al agua y le hizo un gesto a Kalor para que subiera a su barco. Era un riesgo, pero Kalor sabía lo que hacía, o eso quería creer. Si lograba llevarlos en la dirección correcta suficiente tiempo, podría perderlos en las aguas brumosas de las Islas, y escapar sin que se dieran cuenta.

Mientras se subía al barco, sus ojos buscaron en el horizonte las nubes bajas que tanto conocían los marineros: las nieblas perpetuas de las Islas de la Bruma.

Una vez a bordo, se colocó junto al timonel, y bajo la atenta mirada de toda la tripulación, tomó el control del barco.

—Hay que seguir al este durante unas tres horas, y después virar al sur, para llegar a las aguas de la Bruma —explicó Kalor en voz alta, para que todo el mundo le oyera, fingiendo la seguridad de quien conocía bien la zona.

El capitán pirata desconfiaba, pero la codicia era mucho más fuerte. Con un gesto de asentimiento, permitió a Kalor guiar el barco, y permaneció atento a cada maniobra.

Las horas pasaron y, como había dicho Kalor, una niebla densa envolvió la nave, y los marineros se abrigaron al notar la humedad y la temperatura notablemente más baja. Los piratas murmuraban entre ellos, nerviosos e incómodos, pero Kalor mantenía la calma, fingiendo que conocía bien el terreno.

—¡Pronto llegaremos! —exclamó, aunque en realidad no tenía intención de llevarles a ningún lado. Consultó la brújula, corrigió ligeramente el rumbo y siguió concentrado en su falsa tarea.

De repente, viró el timón a babor con todas sus fuerzas, haciendo que el barco hiciera un brusco giro. La maniobra fue tan inesperada que los piratas quedaron confundidos, algunos incluso se cayeron sobre el suelo de madera. Los hombres de Kalor, que iban por detrás en el Corazón de Sal, perdieron de vista el barco pirata, y se prepararon. Sabían que el número final de su capitán estaba por llegar.

La niebla era tan densa que no se veía nada a un par de metros más allá, así que Kalor trató de ocultarse. Los piratas, nerviosos, empezaron a buscarle por toda la nave. Kalor sonrió, su plan había funcionado.

—¡Capitán! —dijo —. Lo siento mucho, ha sido un placer. ¡Suerte encontrando el tesoro!

El capitán de los piratas gruñó, furioso, mientras escuchaba a Kalor sin saber dónde estaba.

—¡Atrapadlo! ¡Atrapad a ese mentiroso! Voy a hacerme unas botas nuevas con su piel...

De pronto, se escuchó el ruido de algo cayendo al mar.

—¡Capitán, ha saltado al agua!

Toda la tripulación se dirigió a la borda del barco, pero no se veía nada. El timonel detuvo el barco por miedo a chocar con algo que no hubieran visto, y el capitán gritó de pura rabia.

Kalor nadaba, congelado, hacia su propio barco, calculando la posición en la que creía que iba a estar. Finalmente, después de una batalla agotadora contra las heladas aguas de la Bruma, divisó la silueta del Corazón de Sal. Con el último esfuerzo que podía permitirse, subió a bordo, siendo recibido entre aplausos y exclamaciones de alivio de su tripulación.

—Creíamos que te habíamos perdido, capitán —dijo uno de los marineros, con una sonrisa de admiración, mientras le colocaba algo de ropa por encima para ayudarle a secarse y entrar en calor. Otro marinero le tendió una botella de fuerte ron de Cer'awo.

Kalor, empapado y exhausto, soltó una carcajada.

—No tan rápido, muchachos. Los piratas tienen sus trampas, pero a veces un simple mercader se guarda un último truco. Solo se necesita una buena historia... y un poco de niebla.

La tripulación lo acompañó en las carcajadas y uno de ellos, el más joven, se le acercó.

—Pero, capitán. Las Islas no existen, ¿verdad? Ni hay tesoro, ni nada por el estilo.

—Las Islas de la Bruma existen, en efecto. Pero el tesoro hace tiempo que no reside en ellas —dijo Kalor, llevándose la mano a un colgante dorado que tenía bajo la camisa —. Aunque eso es una historia para otra ocasión.

Se alejó, dejando al grumete con la palabra en la boca, y tomó el control del barco.

—¡Rumbo a Puertoespecia!

lunes, 25 de noviembre de 2024

Las Enseñanzas del Todo

 El templo de Vida y Muerte se alzaba imponente y silencioso al borde de un acantilado, vigilante sobre las vastas llanuras de Nalinia. Su arquitectura era simple, austera, de piedra gris y rodeado de árboles antiguos, sus raíces entrelazándose sobre el suelo, formando una red de madera y vegetación que daba un aire de sueño al lugar. Dentro del santuario, las llamas titilaban suavemente en las lámparas de aceite y las antorchas, proyectando sombras que bailaban en las paredes, decoradas con los símbolos de Vida, Muerte, Luz y Oscuridad.

Sohan, un joven atormentado, subió uno a uno los escalones de piedra desgastada, como tantos otros antes de él, que peregrinaron a este sitio sagrado para buscar consejo. Había escuchado historias sobre la sabiduría de los monjes del Todo, sobre cómo encontraban el equilibrio en las fuerzas contrarias que regían toda la existencia. Sin embargo, Sohan nunca había creído en dioses ni en religiones. Pero se encontraba en una encrucijada, necesitaba consejo.

Cuando entró al templo vio a un monje de avanzada edad, Harden era su nombre, arrodillado frente a un pequeño altar, decorado con los mismo símbolos de las paredes. Alrededor del altar había algunas ofrendas, incienso encendido y un par de velas. Harden, con su túnica color ocre y su rostro calmado, alzó la mirada y esbozó una sonrisa cuando se cruzó con la del joven.

—Bienvenido, hijo del Todo —dijo con voz pausada y solemne—. Puedo ver que llevas una carga pesada sobre tus hombros. Cuéntame, ¿qué te trae aquí?

Sohan no sabía por dónde empezar, así que decidió sentarse en el suelo, esperando no ofender a nadie, y su vista se fijó en los símbolos de las paredes. Harden lo observó sin decir una palabra. Tras unos instantes, Sohan habló por fin.

—No entiendo mi lugar en el mundo, no encuentro mi sitio. Todo lo que intento parece estar destinado al fracaso, y cada paso que doy me acerca más y más a la oscuridad. ¿Cómo se supone que tengo que encontrar la paz en un mundo que solo me reporta dolor?

Harden siguió mirándolo, en silencio, asintiendo lentamente y dejándole hablar. Parecía comprender cada palabra y cada sentimiento que las acompañaba. Después, colocó una mano firme sobre el hombro de Sohan., que sintió una especie de calidez.

—La vida y la muerte son dos ríos que conducen hasta el mismo mar —comenzó a decir el monje, mientras sostenía un cuenco con incienso—. Ambos son necesarios, ambos recorren caminos opuestos. Así es nuestra existencia, recorremos caminos dispares, con luz y oscuridad, vida y muerte, dolor y paz, alegría y tristeza... Nuestras deidades representan eso, la oposición de diferentes fuerzas y sentimientos. Vida, Muerte, Luz y Oscuridad, pero en el centro de todas ellas está el equilibrio, el Todo. Una no puede existir sin las demás.

Sohan escuchaba con atención, a pesar de que sus ojos demostraban dudas.

—Pero, ¿cómo puedo encontrar ese equilibrio dentro de mi? —preguntó—. No tengo la paciencia y serenidad que tenéis los monjes, ni la fuerza y la valentía del guerrero. Solo fracasos, solo pérdidas.

Harden miró al joven y volvió a sonreír. Señaló hacia una estatua que representaba a Oscuridad, una figura tallada en la piedra con expresión austera y mirada severa.

—Mira a Oscuridad —dijo el monje—. Ella es la noche que cae al final del día, el vacío que todos sentimos. Sin embargo, todos encontramos descanso al anochecer, y sin oscuridad no pueden verse las estrellas. La Oscuridad nos recuerda que debemos enfrentarnos a los momentos difíciles, no huir de ellos, aceptarlos como parte de nosotros mismos. El dolor no se puede ignorar, hijo mío, nunca encontrarías la paz. Aprende del dolor, permite que te transforme y evoluciona con él, y comprenderás que hasta en las sombras hay una razón.

Sohan miró hacia abajo, tenía las manos entrelazadas sobre su regazo, y reflexionó. Harden siguió hablando, esta vez señalando a Vida, una deidad representada con una sonrisa cálida, y un manto que caía sobre ella como la brisa.

—Ahora mira a Vida. Ella nos enseña que, del mismo modo que las plantas necesitan agua y tierra fértil, nosotros necesitamos nutrir nuestra alma. Cuando te equivocas, cuando tropiezas, no es que el universo haya decidido abandonarte, sino porque te da la oportunidad de aprender una nueva lección. Vida siempre nos enseña, pero debemos escuchar sus enseñanzas. Si te rindes cada vez que fracasas, jamás florecerás.

Sohan dejó escapar un suspiro de alivio, sus pensamientos empezaban a pesar un poco menos, aunque el dolor aún se podía sentir. Miró al monje, esperando que le diera alguna otra respuesta.

—Pero, ¿cómo puedo saber cuándo es el momento de seguir adelante y cuándo es el momento de rendirse? —preguntó—. Es un poco confuso...

Harden sonrió al tiempo que se incorporaba sobre el suelo, indicando al joven que lo siguiera. Salieron del templo, cruzándose con otros monjes, y caminaron hasta el borde del acantilado, el viento soplando con fuerza y el cielo tiñéndose del rojo profundo del atardecer. La escena era espectacular.

—A veces, seguimos adelante —dijo Harden, mirando el sol, que poco a poco se ocultaba tras el horizonte—, y otras veces dejamos ir, del mismo modo que el día suelta la luz para dar paso a la oscuridad y el descanso de la noche. Es un ciclo, y solo haciendo caso a nuestro interior y observando nuestro alrededor podemos saber qué necesitamos.

Sohan miraba el horizonte maravillado, sintiendo cómo la paz llenaba lentamente el vacío que se había formado dentro de él. Todo parecía cobrar un sentido. Por primera vez comprendió que el fracaso y el dolor que sentía no eran sus enemigos, eran sus maestros. 

—Recuérdalo, hijo mío —continuó el monje, girándose para mirar al joven—, recuerda que en la fe del Todo las deidades no son entidades distantes, son manifestaciones de nuestro interior. Vida y muerte existen en ti, igual que existen Luz y Oscuridad. Aprender a escuchar a cada una de ellas es aprender a existir.

Con una última sonrisa cálida, Harden miró a Sohan, sus ojos llenos de comprensión.

—El Todo es lo que somos y lo que no somos, es la paz que aparece cuando aceptamos nuestros defectos y nuestras virtudes. No olvides esto, y encontrarás equilibrio, aunque el mundo te lleve por distintos caminos, como hace con los ríos.

Sohan, con lágrimas en los ojos, asintió lentamente, aprendida la lección más importante de su vida. Ahora sabía que, aunque el camino fuera largo y difícil, tenía algo que jamás había sentido: saber que cada paso, en luz o en sombra, en paz o con dolor, lo llevaba a algo más grande y más importante que él mismo.

Se alejó del templo bajo la mirada de las deidades del Todo, esperando aprender la próxima lección.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Sombras y Estrellas

La luna brillaba alta en el cielo despejado esa noche sobre los bosques de Gesara, los troncos proyectando largas sombras sobre la tierra. El silencio llenaba la noche, roto solamente por el crujir de las hojas y el sonido metálico de las armaduras y armas de los soldados al caminar. Rynor, el capitán de la segunda compañía, avanzaba con cautela, espada y escudo preparados. Llevaban varios días persiguiendo a un pequeño grupo de ælvs, y ahora los tenían arrinconados, aunque estaban ocultos en alguna parte de aquel denso y traicionero bosque.

Mientras caminaban, Rynor sintió el peso de una mirada que se clavaba en él. Se detuvo, ordenando silencio a los demás. Miró a su alrededor, aunque no vio a nadie, solamente las sombras de los árboles centenarios, que se alargaban cada vez más. Sin embargo, la sensación de que alguien los estaba vigilando no se disipaba.

Avanzó despacio, en silencio, dejando atrás a sus compañeros, tras susurrarles que se quedaran donde estaban. Tras un rato caminando, finalmente distinguió una figura. Una persona esbelta, delgada, de rápidos movimientos ligeros, apenas visible entre los árboles.

Era un ælv, un rebelde.

Rynor levantó su acero y preparó su escudo. Sentía una mezcla de fascinación y temor. Sabía que los ælvs de Gesara podían confundirse con las sombras, moverse tan sigilosamente que podían desaparecer sin dejar un solo rastro. Este en particular no intentó huir, simplemente lo miraba desde la sombra, su rostro oculto por una capucha de suave tela. Su piel pálida y sus brillantes ojos reflejaban la luz de la luna y eran como dos estrellas más del cielo.

—Si vienes a matarme, hazlo ahora, soldado Imperial —dijo el joven ælv, con una voz que sonaba al viento moviendo las hojas un día de otoño.

Rynor parpadeó, confuso ante la forma tranquila en que pronunció esas palabras. Bajó su arma, aunque mantuvo la distancia.

—¿Por qué no huyes? —preguntó, extrañado y en voz baja, sin entender por qué aquel ser seguía ahí, mirándolo de esa forma.

El ælv sonrió sutilmente, un gesto que no casaba con la tensión del momento. El día anterior se libró una gran batalla entre los árboles, y ambos bandos sufrieron muchas bajas. La guerra contra los ælvs se había vuelto muy cruenta. Y ahí estaba él, de pie, tranquilo y sonriendo. La luna iluminó un mechón de su largo cabello, liso y plateado.

—Porque estoy harto de huir, y tal vez... también de odiar —respondió, acercándose lentamente hacia Rynor.

El soldado sintió cómo su pecho se tensaba. Había escuchado leyendas sobre los ælvs, rumores sobre su magia o su resistencia, incluso sobre su belleza, pero nunca había visto uno de cerca sin armadura y una furia asesina que lo hiciera moverse rápido y con maestría en batalla. Él no, este era otro hombre, tranquilo, curioso, hermoso. Rynor identificó la humanidad oculta tras su piel pálida y aquellos ojos antiguos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el capitán, incapaz de ignorar la curiosidad que se había formado en su interior.

—Me llaman Aster —dijo el ælv, sus palabras poco más que un susurro—. Y tú, soldado Imperial, ¿cuál es tu nombre?

—Rynor —respondió, intentando sonar firme, aunque él mismo se sorprendió de la suavidad de sus palabras—. Capitán Rynor, del Imperio.

Los dos hombres se quedaron callados, ya uno frente al otro, contemplándose. La guerra, el odio, el olor a sangre, los gritos... todo parecía un sueño lejano aquella noche, algo que nunca había pasado, ahora solo existían la brisa, los grillos, la luna y ellos dos, respirando despacio.

Con un gesto lento y suave, Aster levantó la mano, rozando como por casualidad el escudo de Rynor, como midiendo la distancia que los separaba. Sus dedos se quedaron a un centímetro del metal, sin tocarlo.

—No tenemos por qué luchar esta noche, capitán Rynor del Imperio —dijo Aster—. En ocasiones, creo que nuestros pueblos han olvidado lo que es la paz.

Las palabras se clavaron en el pecho de Rynor. Sabía que la guerra contra los ælvs había durado ya décadas, puede que incluso siglos, pero en ese momento, esa noche iluminada y tranquila, todo parecía desvanecerse. 

—Yo... también estoy cansado —suspiró Rynor—. Tampoco quiero luchar —dijo suspirando, al tiempo que dejaba caer los brazos y soltando su espada y su escudo, que emitieron un ruido sordo al impactar contra el suelo.

Aster volvió a sonreír suavemente y, demostrando una confianza desconocida para Rynor, dio un paso más. Sus manos, suaves y delgadas, frías, se posaron sobre las de Rynor. El soldado se estremeció. Era la primera vez que el capitán tocaba a un ælv, y la sensación le pareció embriagadora.

—¿Por qué te quedaste? Pudiste escapar —insistió Rynor en voz baja.

Aster bajó la mirada, sin soltar las manos de Rynor.

—Porque a veces me canso de las sombras. He visto la luz de la luna y de las estrellas, y quería saber si tal vez en el corazón de un humano, de un soldado Imperial, había algo de esa luz —susurró, levantando lentamente la mirada hasta centrarla en los ojos de Rynor.

El soldado sintió que alfo dentro de él se rompía, una barrera invisible, un muro que lo había aislado durante años. De pronto, comprendió que aquel ælv lo atraía, algo que ponía en entredicho todo lo que había aprendido sobre su raza, el Imperio, el odio y la guerra.

Permanecieron juntos en aquel claro, iluminados por la luz de la luna, que daba a la escena una sensación mágica, irreal, sus sombras entrelazándose en la oscuridad, anticipando lo que iba a ocurrir. Aster se acercó aún más, tanto que Rynor captó su suave aliento, frío, un aire que olía a tierra y a bosque, a Gesara.

—Rynor... —susurró Aster, saboreando el sonido de su nombre, como si se tratase de una de esas antiguas melodías de su pueblo —. Espero que no me olvides nunca, aunque el mundo nos quiera separar.

Antes de que Rynor pudiera reaccionar, Aster se inclinó, y rozó sus labios en un beso dulce y suave. Fue breve, pero impactante, como una promesa que trascendía todo tipo de palabras. Fue un instante maravilloso, en el que el odio, la guerra y la violencia no existían, solo ellos dos, como dos brillantes estrellas en el cielo, ajenas a todo lo que ocurría allá abajo.

Cuando Rynor abrió los ojos, Aster ya se había marchado, mezclándose entre las sombras de los árboles, dejando atrás solamente un eco de su presencia.

Rynor volvió al campamento sin decir una sola palabra de lo ocurrido. Guardó aquel encuentro en su memoria, atesorando cada segundo de esa noche en lo más profundo y seguro de su corazón. Sabía que no podía explicarle a nadie lo que había sentido, no en un Imperio que despreciaba a los ælvs, no entre soldados que solo entendían el idioma de la violencia y el odio.

Sin embargo, cada vez que miraba al cielo nocturno, con las estrellas observándolo desde arriba, recordaba a Aster, su voz como el murmullo de un riachuelo, su beso como un rayo de luna en la oscuridad. Supo que, aunque sus caminos se alejaran, ese momento les pertenecía, un lazo invisible e inquebrantable que los uniría a través del tiempo. 

Y mientras la guerra continuaba, Rynor supo también que, en alguna parte de Gesara, oculto entre las sombras de árboles centenarios, había un ælv que miraba a las estrellas como él, y recordaba como él, compartiendo ese momento. Un rebelde que había dejado una marca en el corazón de un soldado Imperial, un eco de amor prohibido en las sombras de Nalinia.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Sombras en las Calles de Piedra

Aelir se deslizó silenciosamente entre las sombras de la callejuela, la capa que le cubría le ocultaba el rostro y, lo más importante, las orejas puntiagudas. Era de noche y las luces de la ciudad eran bajas y parpadeantes, pero a él eso le sobraba. Los ojos de los suyos, los ælvs, se habían adaptado a ver en la penumbra, y ahora, bajo la oscura capucha de tela, Aelir observaba cada detalle, por pequeño que fuese, atento al resonar de cada paso, al chasquido de cada puerta y a cada susurro que llegara a sus oídos.

El mercado estaba prácticamente vacío a esta hora de la noche, y solo quedaban algunos vendedores que, bostezando de sueño y cansancio tras un día duro de trabajo, cerraban sus puestos o contaban las ganancias del día. Aelir observó a un hombre que guardaba algunas monedas en una pequeña bolsa, distraído. El instinto de supervivencia del muchacho lo impulsó a acercarse a él, y, antes de que el comerciante pudiera caer en la cuenta, Aelir ya estaba un par de calles más allá con su bolsa, contando las monedas a oscuras mientras corría.

Sentía la adrenalina burbujeando en sus venas. Hojarroja era una ciudad laberíntica, enorme, llena de callejones. Era un terreno que conocía muy bien, y había aprendido a recorrerlo con la precisión de un depredador. Pero Aelir no era tonto; él  era poco menos que una presa en este lugar, un ælvs viviendo entre humanos que repudiaban a su raza, que oprimían a su pueblo y los perseguían en una guerra absurda de la que nadie recordaba el origen.

Las historias de su pueblo en las tierras del norte de Nalinia, en Gesara, eran solo cuentos olvidados. Ahora, en esta ciudad de piedra y sombras, Aelir no era más que un ladronzuelo invisible, un intruso en un mundo hostil, en el que no tenía lugar.

Entró en una especie de refugio oculto tras una bodega abandonada, donde otros mendigos, rateros y criminales de todo tipo solían refugiarse cuando llovía o nevaba en Hojarroja. Aelir no tenía ningún amigo, solamente existían rostros que iban y venían, igual que él. Era mejor así. La mayoría eran humanos que lo miraban de reojo, con desconfianza, pero él siempre mantenía su capucha ceñida, la mirada en el suelo y la boca cerrada. 

Al sentarse, apoyando la espalda sobre la fría pared, volvió a contar las monedas de la bolsa. Pasó el pulgar por las caras de una de ellas, siguiendo con la punta la forma de la flor que había grabada en la superficie. No eran muchas monedas, pero bastarían para comprar un poco de pan y tal vez, si tenía suerte, algo de queso casi en mal estado. 

Las monedas captaban los destellos de una vela encendida un poco más allá, pero en el interior de Aelir solo había oscuridad. ¿Cuánto tiempo más podría seguir así, oculto y sin identidad, huyendo por el mero hecho de existir, pero sin poder salir de la ciudad? El exterior era todavía más peligroso y, si quería sobrevivir, no le quedaba otra que seguir robando y malcomiendo, al menos por el momento.

Mientras sus dedos jugueteaban con las monedas, sintió cómo unos ojos se clavaban en él. Levantó la vista y vio a otro muchacho humano que lo miraba desde el otro lado de la estancia, con los ojos llenos de curiosidad, incluso algo de miedo. El rostro del niño estaba sucio, como los de todos allí, y podían verse heridas y cicatrices en diferentes partes de su cuerpo y su cara, algo habitual cuando las palizas de los guardias de la ciudad estaban casi a la orden del día.

—¿Tú quién eres? —, preguntó el niño sin levantar la voz ni apartar la mirada.

Aelir dudó unos instantes, pero respondió con la mentira que más veces había repetido:

—Solo estoy de paso, nada más.

El niño giró al cabeza y frunció el ceño, pero no quiso insistir más. Para los habitantes de la capital, un forastero solía ser un sinónimo de problemas, pero un extraño sin rostro era algo más intrigante aún. Aelir bajó la mirada y se concentró en su botín. Sentía la tela sobre sus orejas puntiagudas, como un recordatorio de que él nunca pertenecería allí, ni siquiera entre los mendigos y los criminales.

Al amanecer, Aelir salió de su escondite y se mezcló entre la gente que llenaba las calles de Hojarroja. A su alrededor, los mercaderes gritaban las ofertas del día y el olor del pan recién horneado llenaba el ambiente, algunos artistas callejeros tocaban un instrumento y las conversaciones de la gente formaban un barullo incomprensible que duraría todo el día. Se sentía invisible entre el bullicio, uno más en una marea de personas y rostros sin nombre. Pero Aelir sabía que solo hacía falta un paso en falso, un error tonto, una palabra mal dicha o cualquier descuido, y su farsa se vendría abajo. Los humanos podían aceptar muchas cosas, pero nunca un ladrón que además era un ælv. 

Observó a una mujer de aspecto noble que discutía con un vendedor acerca del precio de una botella de vino. Antes de que nadie pudiera darse cuenta, Aelir se deslizó entre las piernas de la gente y, con un veloz movimiento y su destreza innata, cogió el pañuelo bordado que colgaba del bolso de la mujer. Nadie notó su actuación, y antes de que ella se percatara de la pérdida, Aelir ya había desaparecido entre la multitud, orgulloso de su pequeño botín.

Sin embargo, la tranquilidad y la satisfacción de su huida fueron interrumpidas de pronto cuando una mano firme se posó en su hombro, agarrándole con fuerza. Se giró para encontrarse de cara con el rostro de un guardia de la ciudad, que lo miraba con frialdad y dureza. Arrastrándolo hacia un rincón apartado, le preguntó:

—¿Qué escondes bajo esa capucha, muchacho?

Aelir sintió cómo su corazón se aceleraba y su sangre se helaba. Sabía que, si el guardia llegaba a verle las orejas, no tendría adónde ir y todo habría terminado. A los ladronzuelos como él solían darles una paliza y hasta la siguiente, pero Aelir era un ælv, con él no tendrían tanto tacto. Para los guardias, y para casi cualquier humano, un ælv era culpable del simple hecho de existir, y su crimen se pagaba a menudo con la muerte.

—¡Por favor! —, lloriqueó, esforzándose por sonar asustado y patético —. No he hecho nada, señor. Solo busco trabajo, y algo de comer...

El guardia lo miró con una mezcla de desprecio y desconfianza, y dibujó una sonrisa burlona. Después de unos momentos, empujó a Aelir, haciendo que se tropezara hacia atrás. 

—Desaparece de mi vista, no quieras que cambie de opinión, muchacho —dijo el guardia, marchándose con una risa burlona.

Aelir respiró aliviado, notando cómo el nerviosismo lo abandonaba poco a poco. Había corrido un riesgo innecesario, y lo sabía. Con el pañuelo de la mujer en la mano, se prometió a si mismo que no volvería a tentar a la suerte. Al meno no hasta que las calles estuvieran más tranquilas.

Esa noche, mientras descansaba en otro escondite, Aelir sintió un vacío en su interior, una extraña tristeza que no pudo ignorar. Pensó en las historias que su madre le explicaba sobre Gesara, cuentos sobre árboles antiguos que se alzaban enormes hacia el cielo, como guardianes centenarios de su pueblo, sobre la música de su gente, los cánticos que resonaban en los bosques como ecos de tiempos pasados. Pero aquí, en las ciudades humanas, esos recuerdos no existían, y su voz, lejos de cantar, solo era un murmullo silencioso.

Decidió que haría algo más que robar y esconderse. Se escabulló al amparo de la noche, iluminado solo por la luz de la luna, y se dirigió al templo de los Primeros Elementales, un lugar que los humanos utilizaban para rezar, pero que para un ælv como Aelir era un lugar que visitaba con indiferencia y desprecio. Esperó unos minutos escondido para asegurarse de que no había nadie y, oculto entre las sombras se ciñó su capucha y comenzó a tallar en la piedra un símbolo arcano, antiguo y cargado de significado, que solo los ælvs conocían.

Era el símbolo de su hogar, de Gesara, de su gente. Era una señal que él mismo reconocería y que quizá algún otro ælv oculto en las calles de Hojarroja vería algún día, un recordatorio de que los ælvs seguían ahí, y no estaban solos, resistiendo en las sombras. Aelir talló el símbolo despacio, con paciencia y precisión, viendo cómo cada trazo daba forma a algo más que una simple imagen. Era su historia, la de su pueblo, la de una raza que había sido oprimida, relegada y olvidada, pero que latía con más vida que nunca.

Al amanecer, Aelir se alejó del templo de piedra, sabiendo que aunque su vida seguiría siendo una noche tras otra rodeado de gente sin rostro y robos en las calles, había dejado su marca. Era pequeño, insignificane para el enorme Imperio, pero para él, lo significaba todo.

El símbolo seguiría allí, en la piedra de un templo en las calles de Hojarroja, como una semilla de la que germinaría una resistencia oculta. Y, mientras caminaba con la cabeza gacha entre humanos, solo e invisible, Aelir supo que aunque el Imperio lo viera como una sombra en sus calles, él seguiría sobreviviendo, luchando y robando. Porque, después de todo, los ælvs nunca podrían ser erradicados del todo, y algún día recuperarían Nalinia.