Edrin caminaba elegantemente entre los invitados llevando una bandeja de copas en perfecto equilibro sobre la palma de su mano. El baile de aquella noche en la mansión de los D'orn era una de las más esperadas del año, y la nobleza de todas partes del Imperio había venido, preparada para pavonearse, cerrar pactos y conspirar a partes iguales. También bailarían, comerían y beberían. El barullo que formaban las voces de los invitados, acompañado de risas y discursos interminables en forma de brindis, llenaba el gran salón con un incesante murmullo.
Edrin había trabajado en este tipo de eventos durante años, y con el paso del tiempo había entrenado una habilidad fundamental para sobrevivir entre la alta sociedad humana: la de pasar desapercibido. Caminaba con la espalda recta y los hombros hacia atrás, hablaba con un acento que no tenía nada que envidiar al de los sirvientes nacidos en el Imperio y, lo más importante de todo, mantenía siempre sus orejas puntiagudas ocultas con el pelo, que imitaba convenientemente el peinado de moda en el Imperio. Ni una sola persona en esa sala sospecharía que se trataba de un ælv, tan despreciados como temidos entre los nobles a los que servía copas en aquel momento.
Pasó junto a un grupo que hablaba al volumen que confieren dos o tres copas de más, y captó un fragmento de la conversación.
—Dicen que ælvs de Gesara están volviéndose a organizar —decía un hombre de barba cana y expresión seria—. Esos revoltosos nunca van a aprender qué lugar les corresponde. Si no fuera por la generosidad del Imperio...
Edrin escuchaba en silencio, su cara una máscara perfecta, mientras el hombre seguía con su monólogo, lleno de desprecio y odio. Las palabras se le clavaban en el pecho como agujas, pero Edrin se mantuvo en calma, inclinando la cabeza y ofreciendo más bebida al grupo.
—¿Escuchas, muchacho? —dijo el noble, mirándole a la cara y haciendo un gesto con la mano para que se acercara a él—. Imagino que, teniendo la suerte de trabajar aquí, entiendes lo estúpido de las ideas y pensamientos que surgen en Gesara mientras hablamos.
Edrin forzó una sonrisa educada.
—Por supuesto, señor —Su voz era suave, correcta, sin trazas del acento de los de su tierra—. Es un honor servir a la gente... civilizada.
La última palabra tardó un instante en salir de su boca, como si le costara un esfuerzo enorme decirla. Los nobles se rieron, aprobando su comentario, y Edrin reprimió un suspiro de alivio cuando volvieron a su conversación y le ignoraron de nuevo. Se alejó con presteza, recordando mantener una postura correcta y un ritmo adecuado al caminar, pero los dedos le temblaban. No era algo nuevo para él, siempre tenía que escuchar ese tipo de opiniones, y sabía que seguiría pasando. Había aprendido a soportar los comentarios, a ocultar el resentimiento y a parecer un sirviente impecable más.
En otro rincón del salón, Lady Mereth D'orn, la anfitriona de la fiesta, lo llamó con la condescendencia que los nobles enarbolan con tanto orgullo, sabiéndose dueños de todo, y de todos. Su sonrisa altiva, la mano agitándose haciendo sonar los anillos, la mirada... aquella mirada.
—Edrin, querido, acércate un momento. Necesito que lleves esta bebida al vizconde Tavrin, y que nadie más se acerque a su vino, asegúrate, muchacho. Sabes lo maniático que se pone si tocan sus cosas, más aún si están rellenas de vino —dijo, riéndose de forma estridente, la luz de las velas arrancando destellos de su diadema nueva, hecha de pequeños cristales de astinita.
Edrin bajó la cabeza, cogiendo la copa con sumo cuidado.
—Por supuesto, mi señora. Enseguida.
Expresión neutral, movimientos precisos, rápidos y suaves. Edrin se alejó de Lady D'orn, sintiendo cómo la mirada de la mujer se clavaba en su espalda. Mereth era una de las pocas personas de aquel entorno que le prestaba atención. El ælv nunca estaba seguro de si sospechaba algo o simplemente le juzgaba como acostumbraban a hacer los de la clase alta. Lo que sí sabía es que siempre lo observaba de manera incómoda, analizándolo, como si escudriñara su rostro para encontrar una grieta invisible en su máscara.
Mientras se dirigía a donde estaba el vizconde, pasó otra vez junto al grupo de antes, que seguía hablando de las subrevaciones en Gesara, esta vez mucho más acalorados. Debatían cuál era la mejor manera de oprimir a su pueblo, y parecía haber dos posiciones diferenciadas: Unos opinaban que los suyos sería útiles como esclavos, al tiempo que otros, mucho más tradicionales, preferían exterminarlos directamente.
—¿Sabías que los ælvs ahora están atrapando a soldados y nobles de las tierras que intentan ocupar, y los utilizan como sirvientes? —dijo una mujer con voz chillona—. Qué ridículo, ¿cómo va a ser eso? Es solo cuestión de tiempo que se cuelen entre nosotros, aquí en la capital. No se puede permitir.
—Oh, querida, ya lo están haciendo —dijo otro hombre, bajito y con un bigote encerado en una forma absurda —. Solo que no lo notamos, están demasiado ocupados poniéndose de rodillas ante nosotros —dijo, con una risa maliciosa al tiempo que bebía de su copa.
Edrin tuvo que esforzarse para que no se le cayera la copa. El corazón le sonaba en los oídos como un tambor, pero lo ignoró. Sabía que si reaccionaba de cualquier manera se consideraría inapropiada, y sería lo último que hiciera en aquella mansión.
Llegó junto al vizconde, que tomó la copa sin apenas mirarlo, y emitió un susurro que parecía decir "gracias" de forma distraída. Edrin inclinó al cabeza, mirando al pomposo vizconde, observando como su expresión cambiaba drásticamente cuando el tema de conversación volvió a ser Gesara y los rebeldes. Las palabras, afiladas como cuchillos, volaban de un lado a otro, como un espectáculo de malabaristas de odio.
—Esos malnacidos deberían agradecernos que les dejemos vivir en nuestras tierras —decía el vizconde, arrastrando las letras en una clara demostración de su embriaguez.
Edrin volvió a sentir esa punzada de rabia recorrerle la espalda, y en un impulso, miró al vizconde y pensó en todas las palabras e insultos que había oído aquella noche. Fue un instante de debilidad, un destello de odio en sus ojos, que pareció reflejarse en la copa de Tavrin.
Rápidamente miró hacia otro lado, recordando el papel que representaba. Aún así, el vizconde pareció notar algo, y lo miró frunciendo el ceño.
—¿Algo que quieras añadir, sirviente? —preguntó el hombre, remarcando la última palabra, llenando la pregunta de sarcasmo.
Edrin sonrió, mirando al suelo, fingiendo humildad.
—Nada, señor.
El vizconde se quedó mirándolo unos segundos que a Edrin le parecieron eternos. Luego soltó una risotada despectiva.
—Bien, así me gusta.
Edrin asintió mientras se alejaba otra vez. Su máscara seguía intacta, pero se permitió un minúsculo acto de rebeldía: mientras se acercaba a la cocina dejó escapar un leve susurro, que nadie más pudo oír.
—Al menos yo tengo el poder de elegir qué máscara ponerme.