—Una canción es lo que quieres, ¿no? —dijo riendo Lothar el Melodioso (un mote que insistía en ponerse, aunque nadie lo llamaba así excepto él mismo), mientras se echaba hacia atrás en la silla de la taberna con una mueca de orgullo. El Hacha y la Sed era una taberna bastante acogedora, si por acogedora entiendes un sitio con fino aroma a sudor rancio mezclado con tintes de cebolla pasada y algunas notas de vómito reseco.
El público, por llamarlo de alguna manera, lo observaba con ojos aburridos y vidriosas miradas de borrachos, y el dueño le lanzó un gesto de advertencia desde la barra. Lothar comprendió: o se ponía a cantar de una vez, o se quedaba sin cena.
—¡Vale, vale! A petición del respetable público —anunció, aunque nadie había pedido nada—, hoy traigo una canción de amor, una balada sobre traiciones y... —buscó una última palabra suficientemente interesante—, ¡muerte! Eso, muerte. Una historia sobre un héroe perdido que cayó en combate.
Los borrachos alzaron las cejas y los aburridos bostezaron, reacciones muy expresivas en un lugar como aquel. Lothar se aclaró la garganta y empezó a cantar.
Era un noble y valiente caballero,
que de amor se enfermó (y por dinero),
mientras su amada le hacía un manto,
él caía... como un tonto en un... ¿pantano?
La rima era... cuestionable, pero Lothar se dio el lujo de sonreir mientras sus dedos pasaban por las cuerdas del laúd, haciendo sonar un acorde que aprendió hacía tres tabernas. La gente lo miraba sin mucha emoción, excepto por una mujer en la esquina, que directamente parecía enfurecida.
Lothar siempre quiso ser músico, una figura que adoraba y admiraba desde bien pequeño. Dedicó su vida a perseguir su sueño, pero pronto se dio cuenta de que la vida de un bardo no era tan maravillosa y glamurosa como le había parecido. Sí, algunos días podía disfrutar de un vino barato y puede que hasta de una cena casi caliente, pero casi siempre se veía a sí mismo mendigando aplausos o intentando no congelarse en un callejón oscuro. Aquella noche su plan era sencillo: divertir y entretener a la clientela lo suficiente como para que alguien le pagara una ronda. Así que continuó:
Pero el caballero no era muy listo,
pues al ver a su amada, loquito de amor,
tropieza y cae, ¡oh, qué despiste!
y terminó clavando su culo en una flor.
¿Fue aquello una risa? Quizá el hipo de alguien que se encontraba a tres jarras de distancia de la sobriedad. Sin embargo, Lothar decidió interpretarlo como una risa, y se creció.
—Vamos, muchachos, ¡no me iréis a decir que nunca habéis tenido un desafortunado accidente! —exclamó, mirando de reojo al dueño de la taberna, que lo observaba con la paciencia de quien ha soltado a tres ratas y cuatro gatos en una cocina.
La mujer de la esquina, su rostro rojo de rabia (o a causa del vino), se puso de pie y lo interrumpió a gritos.
—¿Esto es entretenimiento? ¿Alguien que se tropieza... por amor? —dijo ella, cruzándose de brazos y lanzándole una mirada afilada que Lothar pudo esquivar a duras penas.
Le dedicó una sonrisa fingida, intentando parecer alguien que sabía muhco mejor que él lo que estaba haciendo, aunque era verdad que la gente empezaba a hastiarse de él, lo notaba.
—Señora, no todos los héroes terminan bien —replicó, con la voz cargada de una falsa melancolía—. Después de todo, un requisito para que hagan una canción sobre un héroe, es que éste muera. Si no, no son tan divertidas.
La mujer se quedó mirándole, evaluándolo, y en la taberna se hizo un silencio. Entonces, una carcajada genuina salió a borbotones de un hombre borracho junto a la chimenea.
—¡Eso es! ¡Cuanto más tonto sea el héroe, mejor es la balada! —exclamó, al tiempo que golpeaba la mesa con tanta fuerza que casi tira su preciada cerveza.
Animado por esta exagerada reacción, Lothar intentó improvisar una nueva historia, una que —según él— sería suficientemente interesante para mantener la atención del público, pero tan absurda que no se la tomarían en serio.
Un mago se enamoró de una dama,
una de esas difíciles de domar.
Y al invocar sus conjuros de llama,
la pobre quedó chamuscada sin más.
Las risas surgieron como florecillas silvestres en primavera, poco a poco. Lothar suspiró de alivio. Al menos, si iban a echarlo del lugar, que lo hicieran entre risas. Parecía que los borrachos y los aburridos por fin le prestaban atención.
—¡Cuenta otra, bardo! —dijo un hombre desde el fondo —. ¿Tienes una de ogros?
Lothar se rio e inclinó la cabeza.
—Claro que sí. Es una historia sobre un ogro que, lo que tenía de grande lo tenía de bobo. Le llamaban Gorn el Grande... pero después de un malentendido con una soga y una vaca, empezaron a llamarlo Gorn el Torpe. Lo que yo llamo "un día de borrachera normal para Lothar el Melodioso".
La taberna estalló en risas y, mientras se aseguraba de no perder su cena, Lothar se dedicó a seguir contando cuentos, cada uno más absurdo y tonto que el anterior, improvisando canciones sobre héroes ridículos, caballeros que cecean y magos cuya magia se descontrolaba.
Según fue avanzando la noche, Lothar se dio cuenta de algo: aunque todo el mundo aplaudía y reía, la paga era mínima y no había rastro de la cena. Decidió que era el momento de un último número.
—Muy bien, amigos. Antes de irme dejad que os cuente la última verdad de mi vida —dijo, muy serio, fingiendo una tristeza profunda, y todo el mundo calló—. ¿Sabéis cual es la maldición de un bardo como yo?
El público lo observaba expectante, incluido el dueño de la taberna, que había terminado por meterse en las historias tanto como los borrachos, los aburridos y la mujer enfurecida de la esquina.
—La maldición de Lothar el Melodioso es... —hizo una pausa dramática y miró su jarra llena de aire— ...que después de tres horas de historias, canciones, poesía y risas... ¡aún no he cenado ni un bocado!
Las risas llenaron el lugar, fueron suficientemente atronadoras como para que el dueño, algo molesto por esta pequeña humillación pública, pero riéndose, finalmente le diera una palmada en el hombro y le hiciera un gesto en dirección a la cocina. Satisfecho, Lothar guardó su laúd, se dirigió hacia el banquete prometido y lanzó unas últimas palabras de despedida:
—¡Recordad, amigos! La vida es corta y cruel, así que mejor reíros de ella, antes de que ella se ría de vosotros. ¡Hasta otra!
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