La luna iluminaba el mar del este, arrancando destellos de las olas como si fueran cuchillas de plata que danzaban al ritmo de la marea. Kalor, un mercader curtido por décadas de trabajo en las aguas que enmarcaban Nalinia, miraba el horizonte desde la cubierta del Corazón de Sal. Aquella noche se dirigía hacia Puertoespecia, en el Mar de la Magia, una ciudad conocida por su comercio con especias y joyas de todo tipo.
La nave avanzaba con lentitud, el viento hinchando las velas y la tripulación durmiendo o bebiendo en la bodega. Era una noche calmada, y aunque Kalor sabía que era una zona frecuentada por piratas, confiaba en su suerte y en que el tamaño modesto del Corazón de Sal haría que no fueran un blanco atractivo para los malhechores.
Pero la suerte, a veces, es caprichosa.
Un reflejo en la lejanía llamó su atención. Al entrecerrar los ojos, Kalor pudo observar la silueta de un oscuro barco, apenas visible bajo la plateada luz de la luna, y supo al momento lo que implicaba. Los piratas no dejaban pasar una noche como aquella, y al reconocer el emblema negro en la vela del otro barco, Kalor sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Conocía esos dibujos: eran los Serpientes de Esmeralda, una de las tripulaciones más temidas y violentas de todas las aguas del este.
Kalor no perdió tiempo y avisó a su tripulación, despertándoles con su rugido:
—¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Tenemos compañía!
Los marineros se apresuraron, pero el otro barco recortaba distancias rápidamente. Los piratas no tardaron en colocarse a su lado, y empezaron a lanzar ganchos y sogas para abordar el Corazón de Sal. Kalor sabía que su barco era más lento, así que huir no era una opción.
La batalla parecía perdida desde el principio, pero Kalor tenía un as en la manga: su astucia.
Mientras sus hombres se armaban con lo que podían encontrar, Kalor se dirigió a la borda del barco y levantó los brazos, llamando la atención de los peligrosos piratas.
—¡Alto! —gritó, dirigiéndose al capitán del barco pirata. Era un hombre enorme y corpulento, con una barba negra desaliñada y grasienta, y una cicatriz que le cruzaba la cara en diagonal, dándole un aspecto muy amenazante.
—¿Vienes a suplicar por tu vida, mercader? —se rio el capitán pirata, cruzando los brazos en un gesto orgulloso—. No suelo hacer tratos con mis presas, estás en mis aguas y juegas con mis normas.
Kalor hizo lo que pudo para mantener la calma, aunque su corazón parecía querer salir huyendo.
—No, capitán. Vengo a ofrecerte algo mucho más valioso que nuestras vidas o nuestra carga —dijo, intentando sonar firme y seguro de sí mismo —. Mi barco no porta grandes riquezas, pero sí un mapa... uno que lleva al legendario tesoro de las Islas de la Bruma.
Se hizo un silencio, roto solamente por alguna risa tímida de los piratas, que no tomaron del todo en serio a Kalor. El capitán enemigo alzó una mano para mandarlos callar y levantó una ceja. Las Islas de la Bruma eran, en efecto, legendarias, tanto como peligrosas. Casi nadie se adentraba en esas aguas, ni siquiera los piratas más bravos. Se conocían por sus misterios y sus grandes riquezas, escondidas entre las rocas y las nieblas eternas. No todo el mundo creía en su existencia, pero sí habían escuchado las historias.
—¿Esperas que crea en cuentos de ancianas? —se mofó el capitán con sarcasmo afilado, aunque Kalor notó un destello de interés en sus ojos.
—Solo digo que si te llevas mi barco y a mi tripulación, podrías perder la oportunidad de comprobarlo por ti mismo. Puedo guiarte hasta las Islas... pero solo si aceptas liberarnos a cambio de mi ayuda —dijo Kalor, sabiendo que esta era su única posibilidad de escapar de una muerte segura.
El capitán de los piratas soltó una carcajada, como si hubiera oído el chiste más gracioso de la historia. Haciendo el gesto de secarse las lágrimas, bajó su espada y se acercó a la borda de su barco, mirando a Kalor con curiosidad, y algo divertido.
—A ver ese mapa —dijo entre dientes, con una sonrisa.
—Lo he estudiado con detenimiento, puedo mostrarte el rumbo sin necesidad de que te arriesgues a perderlo en un asalto. Mis hombres tienen órdenes de destruirlo si nos abordaban —mintió, intentando que sus palabras sonaran creíbles. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo sus hombres se miraban desconcertados al principio, para después hacer gestos de entendimiento, sabían lo que estaba haciendo su capitán, y harían lo que fuera por ayudarle —. Si nos atacáis, os llevaréis nuestra carga, nuestro barco y nuestras vidas. Pero también perderéis la oportunidad de encontrar el tesoro.
Uno de los hombres de Kalor se dirigió al camarote de su capitán.
—¡Alto ahí! —gritó el capitán de los piratas —. ¿Adónde va ese?
Kalor se giró y vio lo que intentaba.
—Se dirige a mi camarote, a por el mapa. Ya os lo he dicho —Kalor se estaba poniendo nervioso—, si nos atacáis, el mapa se perderá para siempre.
El capitán pirata consideró al situación. Al final, riendo, escupió al agua y le hizo un gesto a Kalor para que subiera a su barco. Era un riesgo, pero Kalor sabía lo que hacía, o eso quería creer. Si lograba llevarlos en la dirección correcta suficiente tiempo, podría perderlos en las aguas brumosas de las Islas, y escapar sin que se dieran cuenta.
Mientras se subía al barco, sus ojos buscaron en el horizonte las nubes bajas que tanto conocían los marineros: las nieblas perpetuas de las Islas de la Bruma.
Una vez a bordo, se colocó junto al timonel, y bajo la atenta mirada de toda la tripulación, tomó el control del barco.
—Hay que seguir al este durante unas tres horas, y después virar al sur, para llegar a las aguas de la Bruma —explicó Kalor en voz alta, para que todo el mundo le oyera, fingiendo la seguridad de quien conocía bien la zona.
El capitán pirata desconfiaba, pero la codicia era mucho más fuerte. Con un gesto de asentimiento, permitió a Kalor guiar el barco, y permaneció atento a cada maniobra.
Las horas pasaron y, como había dicho Kalor, una niebla densa envolvió la nave, y los marineros se abrigaron al notar la humedad y la temperatura notablemente más baja. Los piratas murmuraban entre ellos, nerviosos e incómodos, pero Kalor mantenía la calma, fingiendo que conocía bien el terreno.
—¡Pronto llegaremos! —exclamó, aunque en realidad no tenía intención de llevarles a ningún lado. Consultó la brújula, corrigió ligeramente el rumbo y siguió concentrado en su falsa tarea.
De repente, viró el timón a babor con todas sus fuerzas, haciendo que el barco hiciera un brusco giro. La maniobra fue tan inesperada que los piratas quedaron confundidos, algunos incluso se cayeron sobre el suelo de madera. Los hombres de Kalor, que iban por detrás en el Corazón de Sal, perdieron de vista el barco pirata, y se prepararon. Sabían que el número final de su capitán estaba por llegar.
La niebla era tan densa que no se veía nada a un par de metros más allá, así que Kalor trató de ocultarse. Los piratas, nerviosos, empezaron a buscarle por toda la nave. Kalor sonrió, su plan había funcionado.
—¡Capitán! —dijo —. Lo siento mucho, ha sido un placer. ¡Suerte encontrando el tesoro!
El capitán de los piratas gruñó, furioso, mientras escuchaba a Kalor sin saber dónde estaba.
—¡Atrapadlo! ¡Atrapad a ese mentiroso! Voy a hacerme unas botas nuevas con su piel...
De pronto, se escuchó el ruido de algo cayendo al mar.
—¡Capitán, ha saltado al agua!
Toda la tripulación se dirigió a la borda del barco, pero no se veía nada. El timonel detuvo el barco por miedo a chocar con algo que no hubieran visto, y el capitán gritó de pura rabia.
Kalor nadaba, congelado, hacia su propio barco, calculando la posición en la que creía que iba a estar. Finalmente, después de una batalla agotadora contra las heladas aguas de la Bruma, divisó la silueta del Corazón de Sal. Con el último esfuerzo que podía permitirse, subió a bordo, siendo recibido entre aplausos y exclamaciones de alivio de su tripulación.
—Creíamos que te habíamos perdido, capitán —dijo uno de los marineros, con una sonrisa de admiración, mientras le colocaba algo de ropa por encima para ayudarle a secarse y entrar en calor. Otro marinero le tendió una botella de fuerte ron de Cer'awo.
Kalor, empapado y exhausto, soltó una carcajada.
—No tan rápido, muchachos. Los piratas tienen sus trampas, pero a veces un simple mercader se guarda un último truco. Solo se necesita una buena historia... y un poco de niebla.
La tripulación lo acompañó en las carcajadas y uno de ellos, el más joven, se le acercó.
—Pero, capitán. Las Islas no existen, ¿verdad? Ni hay tesoro, ni nada por el estilo.
—Las Islas de la Bruma existen, en efecto. Pero el tesoro hace tiempo que no reside en ellas —dijo Kalor, llevándose la mano a un colgante dorado que tenía bajo la camisa —. Aunque eso es una historia para otra ocasión.
Se alejó, dejando al grumete con la palabra en la boca, y tomó el control del barco.
—¡Rumbo a Puertoespecia!
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