lunes, 23 de diciembre de 2024

La Máscara Perfecta

Edrin caminaba elegantemente entre los invitados llevando una bandeja de copas en perfecto equilibro sobre la palma de su mano. El baile de aquella noche en la mansión de los D'orn era una de las más esperadas del año, y la nobleza de todas partes del Imperio había venido, preparada para pavonearse, cerrar pactos y conspirar a partes iguales. También bailarían, comerían y beberían. El barullo que formaban las voces de los invitados, acompañado de risas y discursos interminables en forma de brindis, llenaba el gran salón con un incesante murmullo.

Edrin había trabajado en este tipo de eventos durante años, y con el paso del tiempo había entrenado una habilidad fundamental para sobrevivir entre la alta sociedad humana: la de pasar desapercibido. Caminaba con la espalda recta y los hombros hacia atrás, hablaba con un acento que no tenía nada que envidiar al de los sirvientes nacidos en el Imperio y, lo más importante de todo, mantenía siempre sus orejas puntiagudas ocultas con el pelo, que imitaba convenientemente el peinado de moda en el Imperio. Ni una sola persona en esa sala sospecharía que se trataba de un ælv, tan despreciados como temidos entre los nobles a los que servía copas en aquel momento.

Pasó junto a un grupo que hablaba al volumen que confieren dos o tres copas de más, y captó un fragmento de la conversación.

—Dicen que ælvs de Gesara están volviéndose a organizar —decía un hombre de barba cana y expresión seria—. Esos revoltosos nunca van a aprender qué lugar les corresponde. Si no fuera por la generosidad del Imperio... 

Edrin escuchaba en silencio, su cara una máscara perfecta, mientras el hombre seguía con su monólogo, lleno de desprecio y odio. Las palabras se le clavaban en el pecho como agujas, pero Edrin se mantuvo en calma, inclinando la cabeza y ofreciendo más bebida al grupo.

—¿Escuchas, muchacho? —dijo el noble, mirándole a la cara y haciendo un gesto con la mano para que se acercara a él—. Imagino que, teniendo la suerte de trabajar aquí, entiendes lo estúpido de las ideas y pensamientos que surgen en Gesara mientras hablamos.

Edrin forzó una sonrisa educada.

—Por supuesto, señor —Su voz era suave, correcta, sin trazas del acento de los de su tierra—. Es un honor servir a la gente... civilizada.

La última palabra tardó un instante en salir de su boca, como si le costara un esfuerzo enorme decirla. Los nobles se rieron, aprobando su comentario, y Edrin reprimió un suspiro de alivio cuando volvieron a su conversación y le ignoraron de nuevo. Se alejó con presteza, recordando mantener una postura correcta y un ritmo adecuado al caminar, pero los dedos le temblaban. No era algo nuevo para él, siempre tenía que escuchar ese tipo de opiniones, y sabía que seguiría pasando. Había aprendido a soportar los comentarios, a ocultar el resentimiento y a parecer un sirviente impecable más.

En otro rincón del salón, Lady Mereth D'orn, la anfitriona de la fiesta, lo llamó con la condescendencia que los nobles enarbolan con tanto orgullo, sabiéndose dueños de todo, y de todos. Su sonrisa altiva, la mano agitándose haciendo sonar los anillos, la mirada... aquella mirada.

—Edrin, querido, acércate un momento. Necesito que lleves esta bebida al vizconde Tavrin, y que nadie más se acerque a su vino, asegúrate, muchacho. Sabes lo maniático que se pone si tocan sus cosas, más aún si están rellenas de vino —dijo, riéndose de forma estridente, la luz de las velas arrancando destellos de su diadema nueva, hecha de pequeños cristales de astinita.

Edrin bajó la cabeza, cogiendo la copa con sumo cuidado.

—Por supuesto, mi señora. Enseguida.

Expresión neutral, movimientos precisos, rápidos y suaves. Edrin se alejó de Lady D'orn, sintiendo cómo la mirada de la mujer se clavaba en su espalda. Mereth era una de las pocas personas de aquel entorno que le prestaba atención. El ælv nunca estaba seguro de si sospechaba algo o simplemente le juzgaba como acostumbraban a hacer los de la clase alta. Lo que sí sabía es que siempre lo observaba de manera incómoda, analizándolo, como si escudriñara su rostro para encontrar una grieta invisible en su máscara.

Mientras se dirigía a donde estaba el vizconde, pasó otra vez junto al grupo de antes, que seguía hablando de las subrevaciones en Gesara, esta vez mucho más acalorados. Debatían cuál era la mejor manera de oprimir a su pueblo, y parecía haber dos posiciones diferenciadas: Unos opinaban que los suyos sería útiles como esclavos, al tiempo que otros, mucho más tradicionales, preferían exterminarlos directamente.

—¿Sabías que los ælvs ahora están atrapando a soldados y nobles de las tierras que intentan ocupar, y los utilizan como sirvientes? —dijo una mujer con voz chillona—. Qué ridículo, ¿cómo va a ser eso? Es solo cuestión de tiempo que se cuelen entre nosotros, aquí en la capital. No se puede permitir.

—Oh, querida, ya lo están haciendo —dijo otro hombre, bajito y con un bigote encerado en una forma absurda —. Solo que no lo notamos, están demasiado ocupados poniéndose de rodillas ante nosotros —dijo, con una risa maliciosa al tiempo que bebía de su copa.

Edrin tuvo que esforzarse para que no se le cayera la copa. El corazón le sonaba en los oídos como un tambor, pero lo ignoró. Sabía que si reaccionaba de cualquier manera se consideraría inapropiada, y sería lo último que hiciera en aquella mansión.

Llegó junto al vizconde, que tomó la copa sin apenas mirarlo, y emitió un susurro que parecía decir "gracias" de forma distraída. Edrin inclinó al cabeza, mirando al pomposo vizconde, observando como su expresión cambiaba drásticamente cuando el tema de conversación volvió a ser Gesara y los rebeldes. Las palabras, afiladas como cuchillos, volaban de un lado a otro, como un espectáculo de malabaristas de odio.

—Esos malnacidos deberían agradecernos que les dejemos vivir en nuestras tierras —decía el vizconde, arrastrando las letras en una clara demostración de su embriaguez.

Edrin volvió a sentir esa punzada de rabia recorrerle la espalda, y en un impulso, miró al vizconde y pensó en todas las palabras e insultos que había oído aquella noche. Fue un instante de debilidad, un destello de odio en sus ojos, que pareció reflejarse en la copa de Tavrin.

Rápidamente miró hacia otro lado, recordando el papel que representaba. Aún así, el vizconde pareció notar algo, y lo miró frunciendo el ceño.

—¿Algo que quieras añadir, sirviente? —preguntó el hombre, remarcando la última palabra, llenando la pregunta de sarcasmo.

Edrin sonrió, mirando al suelo, fingiendo humildad.

—Nada, señor. 

El vizconde se quedó mirándolo unos segundos que a Edrin le parecieron eternos. Luego soltó una risotada despectiva.

—Bien, así me gusta.

Edrin asintió mientras se alejaba otra vez. Su máscara seguía intacta, pero se permitió un minúsculo acto de rebeldía: mientras se acercaba a la cocina dejó escapar un leve susurro, que nadie más pudo oír.

—Al menos yo tengo el poder de elegir qué máscara ponerme.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Baladas de un Bardo Miserable

 —Una canción es lo que quieres, ¿no? —dijo riendo Lothar el Melodioso (un mote que insistía en ponerse, aunque nadie lo llamaba así excepto él mismo), mientras se echaba hacia atrás en la silla de la taberna con una mueca de orgullo. El Hacha y la Sed era una taberna bastante acogedora, si por acogedora entiendes un sitio con fino aroma a sudor rancio mezclado con tintes de cebolla pasada y algunas notas de vómito reseco.

El público, por llamarlo de alguna manera, lo observaba con ojos aburridos y vidriosas miradas de borrachos, y el dueño le lanzó un gesto de advertencia desde la barra. Lothar comprendió: o se ponía a cantar de una vez, o se quedaba sin cena.

—¡Vale, vale! A petición del respetable público —anunció, aunque nadie había pedido nada—, hoy traigo una canción de amor, una balada sobre traiciones y... —buscó una última palabra suficientemente interesante—, ¡muerte! Eso, muerte. Una historia sobre un héroe perdido que cayó en combate.

Los borrachos alzaron las cejas y los aburridos bostezaron, reacciones muy expresivas en un lugar como aquel. Lothar se aclaró la garganta y empezó a cantar.

Era un noble y valiente caballero,

que de amor se enfermó (y por dinero),

mientras su amada le hacía un manto,

él caía... como un tonto en un... ¿pantano?

La rima era... cuestionable, pero Lothar se dio el lujo de sonreir mientras sus dedos pasaban por las cuerdas del laúd, haciendo sonar un acorde que aprendió hacía tres tabernas. La gente lo miraba sin mucha emoción, excepto por una mujer en la esquina, que directamente parecía enfurecida.

Lothar siempre quiso ser músico, una figura que adoraba y admiraba desde bien pequeño. Dedicó su vida a perseguir su sueño, pero pronto se dio cuenta de que la vida de un bardo no era tan maravillosa y glamurosa como le había parecido. Sí, algunos días podía disfrutar de un vino barato y puede que hasta de una cena casi caliente, pero casi siempre se veía a sí mismo mendigando aplausos o intentando no congelarse en un callejón oscuro. Aquella noche su plan era sencillo: divertir y entretener a la clientela lo suficiente como para que alguien le pagara una ronda. Así que continuó:

Pero el caballero no era muy listo, 

pues al ver a su amada, loquito de amor,

tropieza y cae, ¡oh, qué despiste!

y terminó clavando su culo en una flor.

¿Fue aquello una risa? Quizá el hipo de alguien que se encontraba a tres jarras de distancia de la sobriedad. Sin embargo, Lothar decidió interpretarlo como una risa, y se creció.

—Vamos, muchachos, ¡no me iréis a decir que nunca habéis tenido un desafortunado accidente! —exclamó, mirando de reojo al dueño de la taberna, que lo observaba con la paciencia de quien ha soltado a tres ratas y cuatro gatos en una cocina.

La mujer de la esquina, su rostro rojo de rabia (o a causa del vino), se puso de pie y lo interrumpió a gritos.

—¿Esto es entretenimiento? ¿Alguien que se tropieza... por amor? —dijo ella, cruzándose de brazos y lanzándole una mirada afilada que Lothar pudo esquivar a duras penas.

Le dedicó una sonrisa fingida, intentando parecer alguien que sabía muhco mejor que él lo que estaba haciendo, aunque era verdad que la gente empezaba a hastiarse de él, lo notaba.

—Señora, no todos los héroes terminan bien —replicó, con la voz cargada de una falsa melancolía—. Después de todo, un requisito para que hagan una canción sobre un héroe, es que éste muera. Si no, no son tan divertidas.

La mujer se quedó mirándole, evaluándolo, y en la taberna se hizo un silencio. Entonces, una carcajada genuina salió a borbotones de un hombre borracho junto a la chimenea.

—¡Eso es! ¡Cuanto más tonto sea el héroe, mejor es la balada! —exclamó, al tiempo que golpeaba la mesa con tanta fuerza que casi tira su preciada cerveza.

Animado por esta exagerada reacción, Lothar intentó improvisar una nueva historia, una que —según él— sería suficientemente interesante para mantener la atención del público, pero tan absurda que no se la tomarían en serio.

Un mago se enamoró de una dama, 

una de esas difíciles de domar. 

Y al invocar sus conjuros de llama, 

la pobre quedó chamuscada sin más.

Las risas surgieron como florecillas silvestres en primavera, poco a poco. Lothar suspiró de alivio. Al menos, si iban a echarlo del lugar, que lo hicieran entre risas. Parecía que los borrachos y los aburridos por fin le prestaban atención.

—¡Cuenta otra, bardo! —dijo un hombre desde el fondo —. ¿Tienes una de ogros?

Lothar se rio e inclinó la cabeza.

—Claro que sí. Es una historia sobre un ogro que, lo que tenía de grande lo tenía de bobo. Le llamaban Gorn el Grande... pero después de un malentendido con una soga y una vaca, empezaron a llamarlo Gorn el Torpe. Lo que yo llamo "un día de borrachera normal para Lothar el Melodioso".

La taberna estalló en risas y, mientras se aseguraba de no perder su cena, Lothar se dedicó a seguir contando cuentos, cada uno más absurdo y tonto que el anterior, improvisando canciones sobre héroes ridículos, caballeros que cecean y magos cuya magia se descontrolaba.

Según fue avanzando la noche, Lothar se dio cuenta de algo: aunque todo el mundo aplaudía y reía, la paga era mínima y no había rastro de la cena. Decidió que era el momento de un último número.

—Muy bien, amigos. Antes de irme dejad que os cuente la última verdad de mi vida —dijo, muy serio, fingiendo una tristeza profunda, y todo el mundo calló—. ¿Sabéis cual es la maldición de un bardo como yo?

El público lo observaba expectante, incluido el dueño de la taberna, que había terminado por meterse en las historias tanto como los borrachos, los aburridos y la mujer enfurecida de la esquina. 

—La maldición de Lothar el Melodioso es... —hizo una pausa dramática y miró su jarra llena de aire— ...que después de tres horas de historias, canciones, poesía y risas... ¡aún no he cenado ni un bocado!

Las risas llenaron el lugar, fueron suficientemente atronadoras como para que el dueño, algo molesto por esta pequeña humillación pública, pero riéndose, finalmente le diera una palmada en el hombro y le hiciera un gesto en dirección a la cocina. Satisfecho, Lothar guardó su laúd, se dirigió hacia el banquete prometido y lanzó unas últimas palabras de despedida:

—¡Recordad, amigos! La vida es corta y cruel, así que mejor reíros de ella, antes de que ella se ría de vosotros. ¡Hasta otra!

lunes, 9 de diciembre de 2024

La Cosecha Oscura

 Apenas estaba amaneciendo, el sol asomándose por el horizonte, cuando Marla salió de su pequeña cabaña de madera. Observó el campo de trigo que se extendía frente a ella, meciéndose con la suave brisa. Las tierras cercanas a Bosqueterno eran muy fértiles, la vida bullía en ellas, y los aldeanos siempre habían creído que era todo gracias a las bendiciones que los druidas habían invocado en el bosque hacía siglos. Los árboles de Bosqueterno eran excepcionalmente altos, y se alzaban oscuros a lo lejos, recortándose contra el cielo azul. Marla siempre sentía escalofríos al mirarlos, había algo en ellos, algo antiguo y arcano. Pero hoy la sensación era distinta.

Al caminar por el campo, notó una mancha oscura en el suelo, una franja donde el trigo se había podrido, y había dejado de crecer. Se puso de rodillas para comprobar el suelo, y metió los dedos en la tierra. La sintió extrañamente fría, y seca, como si la vida misma hubiera sido arrancada de aquel lugar.

—¿Qué está pasando? —susurró para sí misma, sintiendo cómo el vello se le ponía de punta.

El suelo de esa franja de tierra, árido y quebradizo, contrastaba enormemente con el resto de la granja, y de los alrededores. Marla había trabajado allí desde que tenía uso de razón, era la granja familiar, y jamás había visto algo así u oído historias al respecto. Aunque la proximidad a Bosqueterno siempre la había inquietado, como si una presencia silenciosa observara desde la distancia, como una especie de guardián, nunca había tenido esta sensación. Esto parecía una advertencia, un recordatorio de algo. Pero no tenía ni idea de qué.

Aquella noche, después de pasar el día trabajando como de costumbre, Marla se sentó frente a la chimenea para entrar en calor mientras descansaba, su mente ocupada en lo que había visto aquella mañana. Se dijo que comprobaría el terreno al alba, tal vez se tratase de algo temporal, o quizá el invierno empezaba pronto a afectar a sus cultivos...

Sin embargo, a medianoche, un sonido extraño y estridente la despertó de un agitado sueño. Era un sonido suave pero intenso, como el roce de un montón de hojas secas movidas por un fuerte viento en otoño, aunque con una cadencia antinatural. No hubiera sabido explicarlo. Marla se levantó de la cama, se puso su capa y cogió la lámpara de aceite, encendiéndola con manos temblorosas. Al salir, sus ojos se dirigieron al campo, siguiendo aquel extraño sonido que ahora sonaba como un gemido distante y patético, algo casi humano pero incomprensible.

Cuando llegó a la franja de tierra que tan inquieta la tenía, su lámpara iluminó una figura oscura, apenas visible, una silueta encorvada que caminaba lentamente entre los cultivos podridos. Un olor nauseabundo impregnaba el aire, haciéndolo denso y desagradable de respirar. Marla contuvo el aliento y se acercó con mucho cuidado. Vio que el suelo alrededor de la figura era todavía más árido y seco que antes, como si la criatura absorbiera todo remanente de vida que hubiera a su alrededor. Pudo ver cómo, en segundos, una planta moría y se secaba al contacto con aquel ser.

—¿Qu... quién anda ahí? —preguntó Marla, asustada, con la voz temblorosa y entrecortada.

La figura se detuvo y, muy despacio, giró al cabeza hacia ella. Lo que vio Marla en ese momento casi hace que se desmaye. Su mente empezó a dar vueltas y se sintió desorientada por unos momentos. Era un hombre, o lo que quedaba de él. Su piel era prácticamente translúcida, y su mirada se había vaciado, como si le hubieran arrancado el alma. Su cuerpo lo cubría una túnica hecha jirones, y en sus manos sostenía con mucho cuidado una ramita seca y delgada, torcida, como si fuera un símbolo de algo.

El casi-hombre miró a Marla a los ojos, y ella se estremeció, y habló.

—Bosqueterno... ha cambiado... —dijo, con una voz siseante y débil, como si cada palabra le doliera al pronunciarla, quitándole la poca energía de que disponía—. Las raíces... se retuercen y se mezclan, se pudren y se secan. El bosque... sufre.

Marla dio dos pasos hacia atrás, sintiendo un frío antinatural bajar por su espalda. La criatura parecía absorber la vida de su granja, y con cada paso que daba, el suelo se volvía gris, como de ceniza, desprovisto de todo atisbo de vida. La criatura se acercaba a Marla y ella, sin saber qué hacer, levantó la lámpara, rezando a Luz y a Vida para que la protegieran.

—No quiero problemas —murmuró—. Solo quiero cuidar de mi granja, ¿por qué estás aquí?

El ser no dio ninguna respuesta. Su mirada vacía se centró en ella, y un galimatías incomprensible se escapó de sus labios. Marla se dio cuenta entonces de que aunque la criatura movía los labios, la voz no provenía de su boca o sus pulmones, parecía ser transportada por un eco lejano de algún otro lugar.

—El bosque... —susurró, como si estuviera repitiendo una advertencia de alguien más —. Bosqueterno... ya no es lo que era.

Antes de que Marla pudiera decir una sola palabra más, aquella cosa se detuvo. Sus manos comenzaron a temblar, un temblor que poco a poco se extendió por todo su cuerpo, y en unos segundos todo él temblaba violentamente. Marla cerró los ojos de terror en el momento justo en que la criatura se empezó a desmoronar, convirtiéndose en un polvo gris parecido a la ceniza, que el viento esparció por todas partes. El campo quedó en silencio, y al temperatura descendió todavía más, como si el espíritu de aquella cosa se hubiera expandido en el aire.

Marla regresó a su cabaña, y no consiguió descansar en el resto de la noche, las palabras de aquella criatura repitiéndose en su mente, la imagen del ser deshaciéndose clavada en su retina. ¿Bosqueterno había cambiado? ¿A qué se refería? Sentía algo, algo oscuro y profundo, un presagio se apoderó de su alma.

Al amanecer volvió a salir al campo de trigo, esperando verlo todo cubierto de aquella extraña ceniza. Sin embargo, se llevó una sorpresa cuando vio que, en el lugar en el que la criatura había desaparecido, encontró una nueva planta, una que no había visto jamás. Se trataba de una flor de pétalos oscuros, casi negros, que parecían absorber la luz en lugar de reflejarla. La flor se alzaba en medio de la tierra muerta y quebradiza. 

Aún con el miedo agarrado a su pecho, Marla no pudo evitar sentir curiosidad y se acercó. Al tocar uno de sus pétalos, una visión se formó en su mente, una imagen tan realista que la hizo tropezar y caer hacia atrás, jadeando.

Vio las raíces de Bosqueterno retorcerse como había descrito aquella criatura de pesadilla, vio los árboles pudrirse y secarse hasta quebrarse, cayendo en mitad del bosque. Escuchó voces antiguas y oscuras que no entendió, y vio figuras moverse rápidamente entre la maleza, persiguiéndola, vigiándola en la oscuridad.

La visión se desvaneció, dejándola mareada y temblando. Marla miró la flor con desprecio y se apartó despacio. Aquella planta no era natural, era un aviso, una señal de que algo oscuro se estaba gestando en aquel antiguo bosque. Algo que amenazaba la vida misma del bosque, y fuera de él.

Marla decidió no trabajar en el cultivo afectado desde aquel día, y no se atrevió a volver a tocar la flor para arrancarla. Tampoco se acercó a tocar la tierra muerta y seca. Los rumores sobre el misterioso cambio de Bosqueterno se empezaron a extender entre los aldeanos, y algunos de ellos contaban cómo sus cultivos habían empezado a pudrirse sin explicación.

Desde aquella extraña noche, Marla nunca dejó de sentir que algo en el bosque la vigilaba, y cada vez que dirigía su mirada a los altos y oscuros árboles, hacia las sombras de Bosqueterno, sentía cómo éste le devolvía la mirada. Escuchaba una voz siseante en su mente, recordándole la advertencia de aquella criatura: Bosqueterno ha cambiado...

lunes, 2 de diciembre de 2024

Las Mareas del Engaño

La luna iluminaba el mar del este, arrancando destellos de las olas como si fueran cuchillas de plata que danzaban al ritmo de la marea. Kalor, un mercader curtido por décadas de trabajo en las aguas que enmarcaban Nalinia, miraba el horizonte desde la cubierta del Corazón de Sal. Aquella noche se dirigía hacia Puertoespecia, en el Mar de la Magia, una ciudad conocida por su comercio con especias y joyas de todo tipo. 

La nave avanzaba con lentitud, el viento hinchando las velas y la tripulación durmiendo o bebiendo en la bodega. Era una noche calmada, y aunque Kalor sabía que era una zona frecuentada por piratas, confiaba en su suerte y en que el tamaño modesto del Corazón de Sal haría que no fueran un blanco atractivo para los malhechores.

Pero la suerte, a veces, es caprichosa.

Un reflejo en la lejanía llamó su atención. Al entrecerrar los ojos, Kalor pudo observar la silueta de un oscuro barco, apenas visible bajo la plateada luz de la luna, y supo al momento lo que implicaba. Los piratas no dejaban pasar una noche como aquella, y al reconocer el emblema negro en la vela del otro barco, Kalor sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Conocía esos dibujos: eran los Serpientes de Esmeralda, una de las tripulaciones más temidas y violentas de todas las aguas del este.

Kalor no perdió tiempo y avisó a su tripulación, despertándoles con su rugido:

—¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Tenemos compañía!

Los marineros se apresuraron, pero el otro barco recortaba distancias rápidamente. Los piratas no tardaron en colocarse a su lado, y empezaron a lanzar ganchos y sogas para abordar el Corazón de Sal. Kalor sabía que su barco era más lento, así que huir no era una opción. 

La batalla parecía perdida desde el principio, pero Kalor tenía un as en la manga: su astucia.

Mientras sus hombres se armaban con lo que podían encontrar, Kalor se dirigió a la borda del barco y levantó los brazos, llamando la atención de los peligrosos piratas.

—¡Alto! —gritó, dirigiéndose al capitán del barco pirata. Era un hombre enorme y corpulento, con una barba negra desaliñada y grasienta, y una cicatriz que le cruzaba la cara en diagonal, dándole un aspecto muy amenazante.

—¿Vienes a suplicar por tu vida, mercader? —se rio el capitán pirata, cruzando los brazos en un gesto orgulloso—. No suelo hacer tratos con mis presas, estás en mis aguas y juegas con mis normas.

Kalor hizo lo que pudo para mantener la calma, aunque su corazón parecía querer salir huyendo.

—No, capitán. Vengo a ofrecerte algo mucho más valioso que nuestras vidas o nuestra carga —dijo, intentando sonar firme y seguro de sí mismo —. Mi barco no porta grandes riquezas, pero sí un mapa... uno que lleva al legendario tesoro de las Islas de la Bruma.

Se hizo un silencio, roto solamente por alguna risa tímida de los piratas, que no tomaron del todo en serio a Kalor. El capitán enemigo alzó una mano para mandarlos callar y levantó una ceja. Las Islas de la Bruma eran, en efecto, legendarias, tanto como peligrosas. Casi nadie se adentraba en esas aguas, ni siquiera los piratas más bravos. Se conocían por sus misterios y sus grandes riquezas, escondidas entre las rocas y las nieblas eternas. No todo el mundo creía en su existencia, pero sí habían escuchado las historias.

—¿Esperas que crea en cuentos de ancianas? —se mofó el capitán con sarcasmo afilado, aunque Kalor notó un destello de interés en sus ojos.

—Solo digo que si te llevas mi barco y a mi tripulación, podrías perder la oportunidad de comprobarlo por ti mismo. Puedo guiarte hasta las Islas... pero solo si aceptas liberarnos a cambio de mi ayuda —dijo Kalor, sabiendo que esta era su única posibilidad de escapar de una muerte segura.

El capitán de los piratas soltó una carcajada, como si hubiera oído el chiste más gracioso de la historia. Haciendo el gesto de secarse las lágrimas, bajó su espada y se acercó a la borda de su barco, mirando a Kalor con curiosidad, y algo divertido.

—A ver ese mapa —dijo entre dientes, con una sonrisa.

—Lo he estudiado con detenimiento, puedo mostrarte el rumbo sin necesidad de que te arriesgues a perderlo en un asalto. Mis hombres tienen órdenes de destruirlo si nos abordaban —mintió, intentando que sus palabras sonaran creíbles. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo sus hombres se miraban desconcertados al principio, para después hacer gestos de entendimiento, sabían lo que estaba haciendo su capitán, y harían lo que fuera por ayudarle —. Si nos atacáis, os llevaréis nuestra carga, nuestro barco y nuestras vidas. Pero también perderéis la oportunidad de encontrar el tesoro.

Uno de los hombres de Kalor se dirigió al camarote de su capitán.

—¡Alto ahí! —gritó el capitán de los piratas —. ¿Adónde va ese?

Kalor se giró y vio lo que intentaba.

—Se dirige a mi camarote, a por el mapa. Ya os lo he dicho —Kalor se estaba poniendo nervioso—, si nos atacáis, el mapa se perderá para siempre.

El capitán pirata consideró al situación. Al final, riendo, escupió al agua y le hizo un gesto a Kalor para que subiera a su barco. Era un riesgo, pero Kalor sabía lo que hacía, o eso quería creer. Si lograba llevarlos en la dirección correcta suficiente tiempo, podría perderlos en las aguas brumosas de las Islas, y escapar sin que se dieran cuenta.

Mientras se subía al barco, sus ojos buscaron en el horizonte las nubes bajas que tanto conocían los marineros: las nieblas perpetuas de las Islas de la Bruma.

Una vez a bordo, se colocó junto al timonel, y bajo la atenta mirada de toda la tripulación, tomó el control del barco.

—Hay que seguir al este durante unas tres horas, y después virar al sur, para llegar a las aguas de la Bruma —explicó Kalor en voz alta, para que todo el mundo le oyera, fingiendo la seguridad de quien conocía bien la zona.

El capitán pirata desconfiaba, pero la codicia era mucho más fuerte. Con un gesto de asentimiento, permitió a Kalor guiar el barco, y permaneció atento a cada maniobra.

Las horas pasaron y, como había dicho Kalor, una niebla densa envolvió la nave, y los marineros se abrigaron al notar la humedad y la temperatura notablemente más baja. Los piratas murmuraban entre ellos, nerviosos e incómodos, pero Kalor mantenía la calma, fingiendo que conocía bien el terreno.

—¡Pronto llegaremos! —exclamó, aunque en realidad no tenía intención de llevarles a ningún lado. Consultó la brújula, corrigió ligeramente el rumbo y siguió concentrado en su falsa tarea.

De repente, viró el timón a babor con todas sus fuerzas, haciendo que el barco hiciera un brusco giro. La maniobra fue tan inesperada que los piratas quedaron confundidos, algunos incluso se cayeron sobre el suelo de madera. Los hombres de Kalor, que iban por detrás en el Corazón de Sal, perdieron de vista el barco pirata, y se prepararon. Sabían que el número final de su capitán estaba por llegar.

La niebla era tan densa que no se veía nada a un par de metros más allá, así que Kalor trató de ocultarse. Los piratas, nerviosos, empezaron a buscarle por toda la nave. Kalor sonrió, su plan había funcionado.

—¡Capitán! —dijo —. Lo siento mucho, ha sido un placer. ¡Suerte encontrando el tesoro!

El capitán de los piratas gruñó, furioso, mientras escuchaba a Kalor sin saber dónde estaba.

—¡Atrapadlo! ¡Atrapad a ese mentiroso! Voy a hacerme unas botas nuevas con su piel...

De pronto, se escuchó el ruido de algo cayendo al mar.

—¡Capitán, ha saltado al agua!

Toda la tripulación se dirigió a la borda del barco, pero no se veía nada. El timonel detuvo el barco por miedo a chocar con algo que no hubieran visto, y el capitán gritó de pura rabia.

Kalor nadaba, congelado, hacia su propio barco, calculando la posición en la que creía que iba a estar. Finalmente, después de una batalla agotadora contra las heladas aguas de la Bruma, divisó la silueta del Corazón de Sal. Con el último esfuerzo que podía permitirse, subió a bordo, siendo recibido entre aplausos y exclamaciones de alivio de su tripulación.

—Creíamos que te habíamos perdido, capitán —dijo uno de los marineros, con una sonrisa de admiración, mientras le colocaba algo de ropa por encima para ayudarle a secarse y entrar en calor. Otro marinero le tendió una botella de fuerte ron de Cer'awo.

Kalor, empapado y exhausto, soltó una carcajada.

—No tan rápido, muchachos. Los piratas tienen sus trampas, pero a veces un simple mercader se guarda un último truco. Solo se necesita una buena historia... y un poco de niebla.

La tripulación lo acompañó en las carcajadas y uno de ellos, el más joven, se le acercó.

—Pero, capitán. Las Islas no existen, ¿verdad? Ni hay tesoro, ni nada por el estilo.

—Las Islas de la Bruma existen, en efecto. Pero el tesoro hace tiempo que no reside en ellas —dijo Kalor, llevándose la mano a un colgante dorado que tenía bajo la camisa —. Aunque eso es una historia para otra ocasión.

Se alejó, dejando al grumete con la palabra en la boca, y tomó el control del barco.

—¡Rumbo a Puertoespecia!